Olvidar a Foucault, de Jean Baudrillard
(Cuelgo este texto que critica a Foucault el haber caído en mantener en la crítica filosófica una sustancia sobre la que hacer girar su discurso, en este caso el Poder. La verdad que el texto da para el debate. ¿Es lo mismo mantener el Poder como sustancia y principio del discurso y la organización que mantener como principio a Dios o el Agua de Tales? Venga, que alguien se anime a contestar sobre lo que ve en el texto)
En la medida en que el movimiento mismo del texto da cuenta admirablemente de lo que propone, la escritura de Foucault es perfecta: esa espiral generativa del poder, que ya no es una arquitectura despótica, sino un encadenamiento infinito, un enrollamiento y una estrofa sin origen (sin desenlace tampoco), con un desplegamiento cada vez más vasto y más riguroso; por otra parte, esa [7] fluidez intersticial del poder que baña toda la red porosa de lo social, de lo mental, y de los cuerpos, esa modulación infinitesimal de tecnologías de poder (donde relaciones de fuerza y de seducción están inextricablemente mezcladas) — todo eso se lee directamente en el discurso de Foucault (que es también un discurso de poder): recorre, catexiza y satura todo el espacio que abre, los más mínimos calificativos van a inmiscuirse en los más mínimos intersticios del sentido, las proposiciones y los capítulos se enrollan en espiral, un arte magistral del descentramiento permite abrir nuevos espacios (espacios de poder, espacios de discurso) que quedan inmediatamente recubiertos por el derramamiento minucioso de su escritura. Ni vacío, ni fantasma, ni retroceso en él: una objetividad [8] fluida, una escritura no lineal, orbital, sin fisuras. El sentido no excede nunca lo que se dice: sin vértigo, pero sin flotar tampoco nunca en un texto demasiado solemne para él: sin retórica.
En una palabra, el discurso de Foucault es el espejo de los poderes que describe. Esa es su fuerza y su seducción, y no su "índice de verdad", eso es su leit-motiv: los procedimientos de verdad, pero no tiene importancia, porque su discurso no es más verdadero que cualquier otro — no, es en la magia de un análisis que despliega los meandros sutiles de su objeto, que lo describe con una exactitud táctil, táctica, donde la seducción alimenta la potencia analítica, donde la lengua misma alumbra en la operación poderes nuevos. Esa es también la operación del mito, hasta en la eficacia simbólica que [9] describe Lévi-Strauss, y, sin embargo, ese no es un discurso de verdad, sino un discurso mítico, en el sentido fuerte del término, y yo creo secretamente, sin lugar a duda, en el efecto de verdad que produce. Eso es, por otra parte, lo que falta a los que, siguiendo las huellas de Foucault, pasan al lado de ese dispositivo mítico y se vuelven a encontrar con la verdad, nada más que la verdad.
La perfección misma de esta crónica analítica del poder es inquietante. Algo nos dice, pero entre líneas, en segundo plano, en esta escritura demasiado bella para ser verdadera, que si es posible hablar por fin del poder, de la sexualidad, del cuerpo, de [10] la disciplina, con esa inteligencia definitiva, y hasta en sus más delicadas metamorfosis, es que, por algún sitio, todo esto está desde ahora caduco, y que si Foucault puede establecer un cuadro tan admirable es porque opera en los confines de una época (quizás la "era clásica", de la que sería el último gran dinosaurio), que está en vías de desaparecer definitivamente. Configuración propicia a los más esplendorosos análisis antes de que los términos le sean retirados. "Cuando hablo del tiempo, es que ya no existe", decía Apollinaire. Y si Foucault sólo nos hablara tan bien del poder (y, no lo olvidemos, en términos reales, objetivos, multiplicidades difractadas, pero que no atacan el punto de vista objetivo que se toma sobre ellas — poder infinitesimal y pulverizado, [11] pero cuyo principio de realidad no es atacado), porque el poder está muerto, no solamente irreparable por diseminación, sino disuelto pura y simplemente de un modo que aún nos escapa, disuelto por reversión, anulación, o hiperrealidad en la simulación, qué sé yo, pero algo ha pasado a nivel del poder que Foucault no puede recoger del fondo de su genealogía: para él no hay finalidad en lo político, sino solamente metamorfosis, de lo despótico a lo disciplinario y de aquí a lo microcelular, siguiendo el mismo proceso que las ciencias físicas y biológicas. Inmenso progreso sobre lo imaginario del poder que nos domina — pero nada del axioma del poder ha cambiado: éste no salta por encima de su sombra, es decir, su definición mínima en términos de funcionamiento [12]real. Es, pues, vuelto aún hacia un principio de realidad y un principio de verdad muy fuerte, hacia una coherencia posible de lo político y del discurso (el poder ya no es del orden despótico de la prohibición y de la Ley, sino que aún es del orden objetivo de lo real), que Foucault puede describirnos las espirales sucesivas, la última de las cuales le hace descubrir las más ínfimas terminaciones, sin que jamás el poder cese de ser el término, sin que pueda surgir la cuestión de su exterminación.
¿Y si Foucault sólo nos hablara tan bien de la sexualidad (por fin, un discurso analítico sobre el sexo, es decir, desligado del pathos del sexo y con la claridad textual de los discursos de antes del inconsciente, de los que no tienen necesidad del chantaje de [13] las profundidades para decir lo que tienen que decir), pero si sólo nos hablara tan bien porque esta figura de la sexualidad, esta gran producción (también ella) de nuestra cultura estuviera, como la otra, en vías de desaparecer? El sexo, como el hombre, o como lo social, puede no tener más que un tiempo. ¿Y si el efecto de realidad del sexo, que está en el horizonte del discurso de la sexualidad, viniese también él a esfumarse radicalmente dejando sitio a otros simulacros y arrastrando en su caída los grandes referentes del deseo, del cuerpo, y del inconsciente — toda esa letanía tan poderosa hoy? La hipótesis misma de Foucault se abre sobre la mortalidad del sexo a fe más o menos largo plazo. El psicoanálisis, que parece inaugurar el milenium del sexo y del deseo, [14] es quizás quien lo saca a relucir antes de que ya no sea nada. En cierta manera, el psicoanálisis pone fin al inconsciente y al deseo, como el marxismo pone fin a la lucha de clases, hipostasiándolos y enterrándolos en su empresa teórica. Estamos desde ahora en el metalenguaje del deseo, en un discurso desmedido sobre el sexo, donde el redoblamiento de signos del sexo oculta una indeterminación y una descatexización profunda, la consigna sexual dominante correspondiente a un medio sexual inerte. Da igual el sexo o la política: "Acordaros en el 68, cuántas huelgas y barricadas, cuántos discursos y adoquines hicieron falta para que se comience a apreciar que todo es político. La pornografía, proliferante, censurada y en aumento, va a comenzar a hacer entrever [15] que todo es sexualidad" (Art. Press, número sobre la pornografía). Doble absurdo: todo es político, todo es sexualidad — absurdidad paralela de dos consignas, en el justo momento en que lo político se derrumba, en que el sexo mismo involuciona y desaparece como referencial fuerte en la hiperrealidad de la sexualidad "liberada".
Si la burguesía, como dice Foucault, se ha dado por el sexo y la sexualidad un cuerpo glorioso y una verdad prestigiosa, para pasarla después bajo forma de verdad y de destino banal a todo el resto de la sociedad, puede perfectamente ocurrir que ese simulacro se le escurra de la piel y parta con la piel. Esta nueva espiral, la de la simulación de lo sexual, esta segunda existencia del sexo, fascinación de un referencial [16] perdido1 (que no es más que la coherencia, en una configuración dada, del mito del inconsciente), Foucault no puede dibujarla, porque se queda en la fórmula clásica del sexo. Incluso si hace una configuración de discurso, ésta tiene su coherencia interna, tiene, como el poder, un índice de refracción positivo. El discurso es discurso, pero los funcionamientos, las estrategias, las maquinaciones que actúan en él son reales: la mujer histérica, el adulto perverso, el niño que se mas-turba, la familia edipica: dispositivos reales, históricos, máquinas jamás trucadas — no más que las máquinas deseantes en su or[17]den energético y libidinal — todas existen, y esto es cierto: han sido verdaderas, pero las máquinas simulantes que refuerzan cada una de estas máquinas "originales", la gran maquinación simulante que prosigue todos estos dispositivos en una espiral ulterior, de esa, nosotros no sabremos nada con Foucault, porque su mirada no se desvía de la semiurgia clásica del poder y del sexo. No ve la semiurgia insensata del simulacro que se ha apoderado de ella. Quizás esta espiral que borra todas las otras, no sea más que una nueva figura del deseo o del poder, pero es poco probable, puesto que desintegra todo discurso en esos términos. Barthes decía del Japón: "Allí, la sexualidad está en el sexo y en ninguna otra parte. En los Estados Unidos la sexualidad está en todas par[18]tes excepto en el sexo." ¿Y si el mismo sexo no estuviera ya en el sexo? Sin duda, asistimos, con la liberación sexual, con la porno, a esa agonía de la razón sexual. Y Foucault no habrá hecho más que darnos la última palabra en el momento en que eso ya no tiene sentido. Igual, en Vigilar y castigar, con su teoría de la disciplina, del panóptico y de la transparencia. Teoría magistral, pero caduca. Esa teoría del control por la objetivación de la mirada, incluso pulverizada en dispositivos micro, está caduca. Estamos, sin duda, tan lejos de la estrategia de la transparencia en el dispositivo de la simulación como ésta pudiera estarlo de la operación inmediata y simbólica del suplicio descrita por Foucault mismo. Aún allí, una espiral falta, esa delante de la cual, Foucault, [19] extrañamente, se para, en el umbral de una revolución actual del sistema que no ha querido jamás franquear.
Habría mucho que decir sobre la tesis central del libro: no hubo nunca represión del sexo, sino al contrario, exhortación a decirlo, a pronunciarlo, obligación de confesarlo, expresarlo, producirlo. La represión es tan sólo una trampa y una coartada para ocultar la asignación de toda una cultura al imperativo sexual. De acuerdo con Foucault (señalemos, no obstante, que esta asignación no tiene nada que envidiar a la vieja represión: represión o habla "inducida", qué diferencia hay, es cuestión de palabras), pero, ¿qué quedaría en[20]tonces de la idea esencial del libro? Esto: a una concepción negativa, transcendente y reactiva del poder, fundada en la prohibición y en la ley, la sustituye otra que es positiva, activa, inmanente, y esto es efectivamente capital. Es sorprendente la coincidencia entre esta nueva versión del poder y la nueva versión del deseo propuesta por Deleuze o Lyotard: ya no más la carencia o la prohibición, sino el dispositivo, la diseminación positiva de flujos o de intensidades. Esta coincidencia no es accidental: es simplemente que en Foucault el poder sustituye al deseo. Está allí como el deseo en los otros: siempre presente, depurado de toda negatividad, es red, rizoma, contigüidad difractada al infinito. Es por eso por lo que no hay deseo en Foucault: el sitio está ya cogido (inversamente, [21] uno puede preguntarse si en las teorías esquizo y libidinales, el deseo o cualquier cosa de ese tipo, no es la anamorfosis de un cierto poder — bajo el signo de la misma inmanencia, de la misma positividad, de la misma maquineria en todas direcciones — o mejor, uno puede preguntarse si, de una teoría a otra, deseo y poder no intercambian su imagen en una especulación sin fin — juegos de espejo que son para nosotros juegos de verdad).
Lo que es cierto es que las dos teorías son profundamente gemelas, sincrónicas, isocrónicas en su "dispositivo" (término que le es tan caro), sus senderos son los mismos — por eso pueden tan bien intercambiarse (ver el artículo de Deleuze sobre Foucault en Critique diciembre, 1975) y generar desde hoy todos los subproductos —[22] "gozar del poder", "el deseo del capital", etc. — que son la exacta réplica de los subproductos de la generación anterior — "el deseo de revolución", "gozar al margen del poder" etc. — porque en aquellos tiempos, reicheanos y freudo-marxistas, deseo y revolución eran de signo contrario; hoy micro-deseo (del poder) y micro-política (del deseo) se confunden literalmente en los confines maquínicos de la libido: basta con miniaturizar. De la espiral evocada por Foucault: poder/saber/placer (él no osa decir poder/saber/deseo, cuando, es, sin embargo, del deseo, de toda la teoría del deseo, de lo que se trata), de ese enlazamiento molecular que dibuja toda la histeria visible del futuro, Foucault forma parte: es él quien habrá contribuido a introducir un poder que sea [23] del orden, del mismo orden de funcionamiento que el del deseo, como Deleuze habrá introducido un deseo que sea del orden de futuros poderes. Esta complicidad es demasiado bella para no ser sospechosa, pero tiene para sí la inocencia de los esponsales. Cuando el poder se acerca al deseo, cuando el deseo se acerca al poder, olvidémoslos.
Sobre la hipótesis de la represión: de acuerdo para objetarla radicalmente, pero no sobre la base de una definición simplista. Ahora bien, es esa la que Foucault rechaza: la de la represión del sexo con vistas a drenar todas las energías hacia la producción material. Sobre esta base es demasiado fácil decir que los proletarios habrían debido ser los primeros alcanzados por la represión — sin embargo, la historia muestra [24] que se experimenta primero en las clases privilegiadas. Conclusión: la hipótesis de la represión es insostenible. La interesante es la otra hipótesis: la de una represión venida de mucho más lejos que del horizonte de las manufacturas y englobando simultáneamente el de la sexualidad. Liberación de las fuerzas productivas, liberación de las energías y de la palabra sexual: el mismo combate, el mismo avance de una socialización cada vez más fuerte y diferenciada. O, lo que es lo mismo, que la represión en la hipótesis máxima no es nunca represión DEL sexo en provecho de qué sé yo qué, sino represión POR el sexo — encuadramiento de los discursos, de los cuerpos, de las energías, de las instituciones por el sexo, en nombre "del sexo que habla". Y el sexo reprimido no hace más que [25] ocultar la represión por el sexo. La rama de la producción conduce del trabajo al sexo, pero cambiando sus orientaciones: de la economía política a la libidinal (última adquisición del 68), se da el paso de un modelo de socialización violento y arcaico (el trabajo) a un modelo de socialización más sutil, más fluido, a la vez más "psíquico" y más cerca del cuerpo (lo sexual y lo libidinal). Metamorfosis y viraje de la fuerza de trabajo a la pulsión, viraje de un modelo fundado sobre un sistema de representaciones (la famosa "ideología") hacia un modelo que funciona sobre un sistema de afecto — no siendo el sexo más que una especie de anamorfosis del imperativo social categórico. De un discurso al otro (porque de discurso se trata) corre el mismo ultimátum de producción [26] en el sentido literal del término. La acepción original de la "producción" no es, en efecto, la de fabricación material, sino la de hacer visible, la de hacer aparecer y comparecer: producere. El sexo se produce como se produce un documento, o como se dice de un actor que se produce en escena. Producir es materializar por la fuerza lo que es de otro orden, del orden del secreto y de la seducción. La seducción es siempre y en todas partes lo que se opone a la producción, la seducción retira algo del orden de lo visible, va a la inversa de la producción, cuya empresa es hacer de todo una evidencia, sea la de un objeto, una cifra un concepto. Que todo se produzca, que todo se lea, que todo resulte real, visible, y cifra eficaz, que todo se transcriba en relaciones de fuerza, sistemas [27] de conceptos o energía medible, que todo sea dicho, acumulado, catalogado, enumerado: así es el sexo en la porno, y más generalmente, esa es la empresa de toda nuestra cultura, cuya "obscenidad" es su condición natural: cultura de la exhibición, de la demostración, de la monstruosidad "productiva" (una de cuyas formas, tan bien analizada por Foucault, es la confesión). Seducción en todo eso, ninguna — ni en la porno, producción inmediata de actos sexuales, actualidad feroz del placer, ninguna seducción en esos cuerpos atravesados por una mirada literalmente absorbida por el vacío de la transparencia — pero, ni sombra de seducción tampoco en todo el universo de la producción, regido por el principio de la transparencia de todas las fuerzas en el orden de los fenóme[28]nos visibles y calculables: objetos, máquinas, actos sexuales o producto nacional bruto.
La porno no es más que el límite paradójico de lo sexual: exacerbación realística, obsesión maníaca de lo real — es eso lo "obsceno", etimológicamente y en todos los sentidos. ¿Acaso lo sexual mismo no es ya materialización forzada, acaso la aparición de la sexualidad no forma ya parte de la realística occidental, de la obsesión tan propia a nuestra cultura de instanciarlo e instrumentalizarlo todo? De igual modo que es absurdo disociar en otras culturas lo religioso, lo económico, lo político, lo jurídico, incluso lo social y otras fantasmagorías categoriales, por la sencilla razón de que no tienen cabida y de que son otras tantas enfermedades venéreas con las que las in[29]fectamos para mejor "comprenderlas", también lo es el autonomizar lo sexual como instancia, como lo dado irreductible, a lo que todo lo demás, incluso, puede ser reducido. Hay que hacer una crítica de la Razón sexual, o más bien una genealogía de la Razón sexual, como Nietzsche hizo una genealogía de la Moral — porque esa es nuestra nueva moral. De la sexualidad, como de la muerte, se podría decir: "Es un pliegue al que uno ha acostumbrado la conciencia aún no hace mucho."
Ante esas culturas para las que el acto sexual no es una finalidad en sí, para las que la sexualidad no tiene esa seriedad mortal de una energía a liberar, de una eyaculación forzada, de una producción a toda costa, de una contabilidad higiénica del cuerpo, [30] que se preservan gracias a largos procesos de seducción y de sensualidad, en las que la sexualidad es un servicio entre otros, un largo proceso de dones y contra-dones, en las que el acto amoroso no es más que el final eventual de esa reciprocidad ejecutada según un ritual inevitable. Ante esas culturas permanecemos incomprensivos o vagamente compasivos. Para nosotros, eso ya no tiene sentido — para nosotros, lo sexual se ha convertido estrictamente en la actualización de un deseo en un placer — el resto es "literatura". Extraordinaria cristalización sobre la función orgásmica, ella misma, materialización de una sustancia energética.
Somos una cultura de eyaculación precoz. Cada vez más, toda seducción, cualquier forma de seducción, que es de por sí un [31] proceso altamente "ritualizado", se borra tras el imperativo sexual "naturalizado", tras la realización inmediata e imperativa de un deseo. Nuestro centro de gravedad se ha efectivamente desplazado hacia una economía inconsciente y libidinal que ya no da lugar más que a una naturalización total de un deseo condenado, ya sea al destino de las pulsiones, ya sea al puro y simple funcionamiento maquínico, pero, sobre todo, a lo imaginario de la represión y de la liberación.
En adelante ya no se dirá más: "Tienes un alma, debes salvarla", sino:
"Tienes un sexo, debes encontrarle el buen uso."
"Tienes un incosciente, hay que saber liberarlo."
"Tienes un cuerpo, hay que saber gozarlo." [32]
"Tienes una libido, hay que saber gastarla", etc., etc. Esta obligación de fluidez, de flujo, de circulación acelerada de lo psíquico, de lo sexual y de los cuerpos es la exacta réplica de la que rige el valor mercancía: que el capital circule, que ya no haya gravedad, punto fijo, que la cadena de inversiones y reinversiones sea incesante, que el valor irradie sin tregua y en todas direcciones — es esa la forma actual de realización del valor. Es esa la forma del capital, y la sexualidad, la consigna sexual, el modelo sexual, es su forma de aparecer a nivel de los cuerpos.
Además, el cuerpo, el cuerpo al que sin cesar nos referimos, no tiene otra realidad que la del modelo sexual y productivo. El capital es quien alumbra en el mismo movimiento el cuerpo energético [33]de la fuerza de trabajo y el cuerpo con el que soñamos hoy como emplazamiento del deseo y del inconsciente, el cuerpo santuario de la energía psíquica y de la pulsión, el cuerpo pulsional que habitan los procesos primarios — el cuerpo mismo hecho proceso primario, y de esa forma anticuerpo, último referencial revolucionario. Es en la represión donde se engendran simultáneamente los dos, y su antagonismo aparente aún es un efecto de represión. Redescubrir en el secreto de los cuerpos una energía "libidinal", desligada, que se opondría a la energía ligada de los cuerpos productivos, redescubir una verdad fantasmática y pulsional del cuerpo en el deseo, no es aún otra cosa que determinar la metáfora psíquica del capital.
Esos son el deseo y el incons[34]ciente: escoria de la economía política, metáfora psíquica del capital. Y la jurisdicción sexual es el medio ideal, en el prolongamiento fantasmático de la propiedad privada, de asignar a cada uno la gestión de un capital: capital psíquico, libidinal, sexual, capital inconsciente, del que cada uno va a tener que responder ante sí mismo, bajo el signo de su propia liberación.
Lo que Foucault nos dice (mal que le pese) es esto: nada funciona por la represión general, todo funciona gracias a la producción — nada funciona por la represión general, todo funciona gracias a la liberación. Pero da igual. Toda liberación está fomentada por la represión: la de las fuerzas productivas como la del deseo, la de los cuerpos como la de las mujeres, etc. No hay excepción a la lógica de la [35] liberación: toda fuerza, toda palabra liberada, es una vuelta más en la espiral del poder. Es así como la "liberación sexual" logra el prodigio de reunir en el mismo ideal revolucionario los dos efectos mayores de la represión: liberación y sexualidad.
Históricamente, este proceso se elabora desde hace por lo menos dos siglos, pero es hoy cuando está en pleno apogeo con la bendición del psicoanálisis — de la misma forma que la economía política y la producción no conocieron su pleno apogeo más que con la sanción y la bendición de Marx. Hoy, es esta conyuntura la que nos domina por completo, a través incluso de la contestación "radical" de Marx y del psicoanálisis.2 [36] Nacimiento de lo sexual, de la palabra sexual, igual que hubo nacimiento de la clínica, de la mirada clínica — allí donde nada [37] había previamente, sino formas incontroladas, descabelladas, inestables, o bien, altamente ritualizadas. Donde, por lo tanto, tampoco había represión, leitmotiv que hacemos pesar sobre todas las sociedades anteriores bastante más aún que sobre la nuestra (las condenamos como primitivas desde el punto de vista tecnológico, pero en el fondo también desde el pun[38]to de vista sexual: serían sociedades reprimidas, no "liberadas", que incluso no conocerían el inconsciente — el psicoanálisis ha venido a librarnos de la hipoteca del sexo, ha dicho lo que estaba oculto, increíble racismo de la verdad, racismo evangélico del psicoanálisis, todo cambia con el advenimiento de la Palabra). Si la pregunta es dudosa para nuestra cultura (represión o no), carece, por el contrario, de ambigüedad para las otras: ellas no conocerían ni la represión ni el inconsciente, por la sencilla razón de que no conocerían lo sexual. Nosotros hacemos como si lo sexual estuviera "reprimido" allí donde no aparece por sí mismo, esa es nuestra manera de salvar el sexo, el principio del sexo, es nuestra moral (psíquica y psicoanalitica) la que se oculta tras la hipótesis de la represión, [39] y la que impone nuestra ceguera. Hablar de sexualidad, "reprimida" o no, "sublimada" o no, en las sociedades feudal, campesina, primitiva, es un signo de profunda estupidez, como lo es el reinterpretar la religión, ne varietur, como ideología y mistificación. Y es sobre esta base que vuelve a ser posible decir con Foucault: ni hay, ni tampoco hubo nunca represión en nuestra cultura — pero no en su sentido, sino en el sentido de que nunca hubo verdaderamente sexualidad. La sexualidad, como la economía política, no es más que un montaje (del que Foucault analiza todos los recobecos), la sexualidad, tal como nos la cuentan, tal como "se habla", hasta en el "ello habla", no es más que un simulacro que siempre han atravesado, desbaratado, y superado las prácticas, como en cual[40]quier otro sistema. La coherencia y la transparencia del homo sexualis no han tenido nunca más realidad que las del homo oeconomicus.
Es un largo proceso el que crea simultáneamente lo psíquico y lo sexual, el que crea la "otra escena", la del fantasma y la del inconsciente, al mismo tiempo que la energía que allí se produce — energía psíquica que no es otra cosa que un efecto directo de la alucinación escénica de la represión, energía alucinada como sustancia sexual, que va a metaforizarse, metonimizarse, según las diversas instancias tópicas, económicas, etc., según las modalidades de represión secundaria, terciaria, etc. — admirable edificio el del psicoanálisis, la mas bella alucinación del ultra-mundo, diría Nietzsche. Extraordinaria eficacia [41] la de este modelo de simulación energética y escénica — extraordinario psicodrama teórico, esta puesta en escena de la psiquis, este escenario del sexo como instancia, como realidad eterna (como otros han hipostasiado en otro lugar la producción como dimensión genérica o energía motriz). Qué importa: que sea lo económico, lo biológico, o lo psíquico, quien cargue con la puesta en escena — que importa la "escena" o la "otra escena": es el escenario lo que cuenta, es todo el psicoanálisis como modelo lo que hay que criticar.
Hay en esta producción a toda costa, en este sacramento moderno del sexo, tal terrorismo, tal empresa de liquidación, que no se ve por qué, sino por la belleza de la paradoja, se rechazaría el ver represión. ¿Quizás porque ese término es demasiado débil? Foucault [42] no quiere hablar de represión, pero qué es sino esa lenta y brutal infección mental por el sexo, sin otra igual en el pasado que la infección por el alma (ver Nietzsche — ¡no siendo por otra parte la infección de sexo otra cosa que la represión histórica y mental de la infección del alma bajo el signo de la revelación materialista!).
A decir verdad, es inútil discutir sobre los términos. Se puede decir indiferentemente: la orden primera es de hablar, la represión no es más que un subterfugio (por esa razón, el trabajo y la explotación no son también más que un subterfugio y una coartada de algo más fundamental — totalmente de acuerdo) o bien: la represión es lo primero, y la palabra es tan sólo una vanante más moderna (la "desublimación represiva"). En el fondo, no existe gran diferencia [43] entre las dos. Lo incómodo en la primera hipótesis (la de Foucault), es que si en algún sitio hubo represión o, al menos, efecto de represión (y eso apenas se puede negar), permanece inexplicable. ¿Por qué lo imaginario de la represión le resulta necesario al equilibrio de poderes, si estos viven de inducción, de producción, de usurpación de la palabra? Se ve más claramente, por el contrario, por qué la palabra, sistema meta-estable, sucedería a la represión, que tan sólo es un sistema inestable de poder.
Si el sexo existe únicamente hablado, discursado, confesado, ¿qué había antes de que se hablara de él? ¿Qué corte inaugura esa palabra sobre el sexo, y en relación a qué? Se ve qué clase de nuevos poderes se organizan alrededor de ella, ¿pero, qué peripecia [44] de poder la suscita? ¿Qué neutraliza, qué liquida, a qué pone fin?3 (sino, ¿quién puede pretender jamás ponerle fin, como se dice en la pág. 213:4 "liberarse de la instan[45]cía del sexo"?). Mírese como se mire, "hacer significar el sexo" no podría ser inocente, el poder se alza sobre algo (sino ni siquiera existirían las resistencias que se encuentran, pág. 127), algo semejante a una exclusión, a una división, a una denegación a partir de la cual puede precisamente "producir realidad", producir lo real. Solamente a partir de ahí se puede concebir una nueva peripecia, catastrófica ésta, del poder, donde ya no llega a producir lo real, a reproducirse él mismo como real, a abrir nuevos espacios al principio de realidad, y donde cae en lo hi-perreal y se volatiliza — es el fin del poder, el fin de la estrategia de lo real.
Para Foucault ni siquiera hay crisis o peripecia del poder, no hay más que modulación, capilaridad, segmentaridad, "microfísica del [46] poder", como dice Deleuze. Y es cierto: el poder en Foucault funciona de entrada igual que el código genético en Monod, según un diagrama de dispersión y mando (el ADN), y según un orden teleonómico. Acabado el poder teológico, acabado el poder teleológico, ¡viva el poder teleonómico! La teleonomía es el fin de toda determinación final y de toda dialéctica: es una especie de inscripción generatriz anticipada, inmanente, inevitable, siempre positiva, del código, y que sólo da lugar a mutaciones infinitesimales. Bien mirado, el poder en Foucault se parece extrañamente a "esa concepción del espacio social tan nueva como la de los espacios físicos y matemáticos actuales", como dice Deleuze,5 cegado de repente por las ventajas de [47] la ciencia. Es precisamente esa complicidad la que hay que denunciar, o de la que hay que reírse. Todo el mundo se revuelca hoy en lo molecular y en lo revolucionario. Ahora bien, hasta nueva orden (que corre el riesgo de ser la única), la verdadera molécula, no es la de los revolucionarios, es la de Monod, la del código genético, la de las "espirales complejas de ADN". Al menos no habría que redescubrir como dispositivo de deseo lo que los cibernéticos han descrito como matriz de código y de control.
Se ve lo que se gana, suponiendo una positividad total, una teleonomía y una micro-física del poder en vez de las viejas teorías finalistas, dialécticas o represivas, pero hay que ver a qué se compromete uno: a una extraña complicidad con la cibernética que niega [48] exactamente esos mismos esquemas (Foucault no oculta, por otra parte, su afinidad con Jacob, Monod y recientemente Ruffié, De la Biología a la Cultura). Ocurre lo mismo con la topología molecular del deseo en Deleuze, cuyos flujos y ramificaciones alcanzarán bien pronto, si no lo han hecho ya, las simulaciones genéticas, las derivaciones micro-celulares y los trazados aleatorios de los manipuladores de código. En Kafka (Deleuze-Guattari), se opone la Ley transcendente, la del Castillo, a la inmanencia del deseo en la contigüidad de los despachos. Como no ver que la Ley del Castillo tiene sus "rizomas" en los pasillos y en los despachos — la barra, el corte de la ley, se ha simplemente desmultiplicado al infinito en la sucesión alveolar y molecular. El deseo no es más que la versión molecular de [49] la Ley. Extraña coincidencia en todas partes, de los esquemas de deseo y de control. Espiral del poder, del deseo y de la molécula que nos lleva, francamente esta vez, hacia la peripecia final del control absoluto. ¡Ojo con lo molecular!
Este virage de Foucault aparece progresivamente a partir de Vigilar y castigar, contra la Historia de la locura y todo el dispositivo original de su genealogía. ¿Por qué el sexo, como la locura, no habría pasado por una fase de encierro en la que se formarían los términos de una razón, de una moral dominante, antes de que, de acuerdo con la lógica de la exclusión, sexo y locura se conviertan en discursos de referencia: el sexo se convierte en la consigna de una nueva moral, la locura- en la razón paradójica de una socie[50]dad obsesionada demasiado tiempo por su ausencia y consagrada ahora a su culto (normalizada) bajo el signo de su propia liberación. Esa es también la trayectoria del sexo, en el espacio curvo de la discriminación y de la represión en el que se introduce una puesta en escena, una estrategia a largo plazo que lo producirá más tarde como nueva regla de juego. La represión, el secreto, es el lugar de una inscripción imaginaría, sobre cuya base locura o sexo podrán después intercambiarse como valor.6 En todas partes, es Foucault mismo quien lo ha mostrado muy [51] bien, la discriminación es el acto violento de fundación de la Razón — ¿por qué no ha de ser igual para la razón sexual?
Estamos esta vez en un universo lleno, en un espacio irradiado de poder, pero también agrietado: como un parabrisas hecho trizas, pero que aún aguanta. Ahora bien, ese "poder" continúa siendo un misterio — salido de la centralidad despótica, se convierte, a mitad de camino, en "multiplicidad de relaciones de fuerzas" (pero, ¿qué es una relación de fuerzas sin resultante? — ocurre un poco como con los poliedros del Padre Ubú, que parten en todas direcciones como los cangrejos) para acabar, en el extremo terminal sobre resistencias (¡divina sorpresa la de la pág. 126!) tan ínfimas, hasta tal punto tenues que, literalmente, a esta escala microscópica, los áto[52]mos de poder y los átomos de resistencia se confunden — el mismo fragmento de gesto, de cuerpo, de mirada, de discurso, encierra la electricidad positiva del poder y la electricidad negativa de la resistencia (sobre la que uno se pregunta de dónde puede venir, nada en el libro nos prepara a ello, salvo la alusión a inextricables "relaciones de fuerzas" — pero como uno puede preguntarse exactamente lo mismo del poder, las cosas se equilibran en un discurso que, en lo esencial, describe firmemente la única verdadera espiral, la de su propio poder).
Esto no es una objeción. Está bien que los términos pierdan su sentido en los límites del texto,7 [53] pero no lo pierden lo suficiente. Foucault hace perder su sentido al término sexo, a su principio de verdad ("el punto ficticio del sexo"), pero no hace perder su sentido al término poder. La analítica del poder no es llevada a su término, allí donde se anula, donde nunca ha estado.
A medida que la referencia económica pierde su fuerza, son la del deseo o la del poder quienes se hace preponderantes. La del deseo, nacida en el psicoanálisis, madurada en el anti-psi-coanálisis deleuziano bajo forma de deseo fragmentado y molecular. La del poder, que tiene una larga historia hoy relanzada por Fou[54]cault a nivel del poder fragmentado e intersticial, con encuadra-miento de los cuerpos y ramificación de los controles. Foucault al menos hace economía del deseo y de la historia (sin negarlos, con lo prudente que es), pero todo se reduce aún a poder — sin que esta noción haya sido reducida y depurada — como en Deleuze a deseo, o en Lyotard a intensidad, nociones fragmentadas, pero milagrosamente intactas en su acepción corriente. Deseo e intensidad continúan siendo nociones/fuerza, el poder en Foucault continúa siendo, incluso pulverizado, una noción estructural, una noción polar, perfecta en su genealogía, inexplicable en su presencia, insuperable a pesar de una especie de denunciación latente, entera en cada uno de sus puntos o punteados microscópicos, y en el que no se [55] ve lo que podría tumbarlo (la misma incertidumbre en Deleuze, donde la reversión del deseo en su propia represión permanece inexplicable). No hay imposición del poder, simplemente no hay nada ni de un lado ni del otro (el paso de lo "molar" a lo "molecular", que aún es en Deleuze una revolución del deseo, es en Foucault una anamorfosis del poder) — por eso se le escapa a Foucault que el poder está en vías de morir, incluso el poder infinitesimal, que el poder no está solamente pulverizado, sino también pulverulento, que está minado por una reversión, trabajado por una reversibilidad y una muerte que no pueden aparecer en el solo proceso genealógico. En Foucault, se roza siempre la determinación política en última instancia. Una forma domina, que se difracta en los modelos carcela[56]rio, militar, manicomial, disciplinario, forma que no se enraiza ya en unas relaciones de producción cualesquiera (son éstas, al contrario, las que se modelan sobre ella), que parece encontrar su proceso en sí misma — y esto es un inmenso progreso sobre la ilusión de fundar el poder en una sustancia de producción o en una sustancia de deseo, Foucault desenmascara todas las ilusiones finales o causales en cuanto al poder, pero no nos dice nada en cuanto al simulacro del poder mismo. El poder es un principio irreversible de organización, que fabrica lo real, cada vez más realidad — cuadratura, nomenclatura, dictadura sin réplica, en ninguna parte se anula, ni se dobla sobre sí mismo ni se enreda con la muerte. En este sentido, incluso si carece de finalidad y de juicio último, se[57]convierte él mismo en principio final — es el último término, la trama irreductible, la última fábula que se cuenta, lo que estructura la ecuación indeterminada del mundo.
Es esa en Foucault la engañifa del poder, que es algo más que una trampa del discurso. Lo que él no ve es que el poder no está nunca presente, que su institución no es nunca, como la del espacio en perspectiva y "real" del Renacimiento, más que una simulación de perspectiva, que no hay más realidad que la de la acumulación económica — gigantesca engañifa la de la acumulación, acumulación del tiempo, del valor, del sujeto, etcétera, el axioma, el mito de una acumulación real o posible nos determina completamente y sin embargo sabemos que nunca se acumula nada, que los stocks [58] se devoran ellos mismos, como las megalópolis modernas, como las memorias sobrecargadas. Toda tentativa de acumulación está devastada de antemano por el vacío.8 Algo en nosotros desacumula a muerte, deshace, destruye, liquida, desarticula para permitirnos resistir a la presión de lo real, y vivir. Algo en el fondo de todo el sistema de producción resiste al infinito de la producción — sin eso estaríamos ya enterrados. Algo resiste también al poder — y aquí ninguna deferencia entre los que lo ejercen y los que lo sufren, esta distinción ya no tiene sentido, no porque los roles sean intercambiables, sino porque el poder es reversible en su forma, porque de [59] uno y otro lado algo resiste a su ejercicio unilateral, al infinito del poder, como en otra parte al infinito de la producción. Ese algo no es un "deseo", y es lo que hace que el poder se deshaga en la medida misma de su extensión lógica irreversible. Lo que hoy ocurre en todas partes.
En efecto, hay que reemprender todo el análisis del poder. Tenerlo o no, tomarlo o perderlo, encarnarlo o negarlo — si el poder fuera eso, ni siquiera sería necesario. Foucault nos dice otra cosa: el poder funciona, "no es ni una institución, ni una estructura, ni una fuerza — es el nombre que se da a una situación estratégica compleja en una sociedad dada" — ni central, ni unilateral, ni dominante, es distribucional, vectorial, opera por relés y transmisiones. Campo de fuerzas inmanente, ilimi[60]tado, no siempre se comprende con qué tropieza, con qué choca, puesto que es expansión, pura imantación. Ahora bien, si el poder fuera esta infiltración magnética al infinito del campo social, hace mucho tiempo que no encontraría resistencia alguna. Inversamente, si fuera la unilateralidad de una sumisión, como en la óptica tradicional, hace mucho tiempo que habría sido derrocado en todas partes. Se habría derrumbado bajo la presión de fuerzas antagónicas. Sin embargo, nunca ha sido así, salvo algunas excepciones "históricas". Para el pensamiento "materialista", esto no puede aparecer más que como eternamente insoluble: ¿por qué una masa "dominada" no derroca inmediatamente el poder? ¿Por qué el fascismo? Contra esta teoría unilateral (pero se comprende por qué [61]sobrevive, en particular en los "revolucionarios"; es que bien querrían el poder para ellos solos), contra esta visión ingenua, pero también contra la visión funcional de Foucault en términos de relés y transmisiones, hay que decir que el poder es algo que se intercambia. No en el sentido económico, sino en el sentido de que el poder se consuma según un ciclo reversible de seducción, de desafío y de astucia (ni eje, ni relé al infinito: ciclo). Y si el poder no puede intercambiarse en ese sentido, desaparece pura y simplemente. Hay que decir que el poder seduce, pero no en el sentido vulgar de un deseo cómplice de los dominados (lo que significa fundarlo en el deseo de los otros, y cuando menos tomar un poco a las personas por jilipollas) — no, él seduce por esa reversibilidad que lo habita, y [62] sobre la que se instala un ciclo simbólico mínimo. Ni dominantes ni dominados, ni víctima ni verdugo (mientras que "explotadores" y "explotados", sí, eso existe, de un lado y de otro, porque no hay reversibilidad en la producción, pero justamente por eso: nada esencial pasa a ese nivel). Nada de posiciones antagonistas: el poder se consuma según una seducción circular.
Nunca existe la unilateralidad de una relación de fuerzas, sobre la que se constituiría una "estructura" de poder, una "realidad" del poder y de su movimiento perpetuo, lineal y final en la visión tradicional, irradiante y en espiral en Foucault. Unilateral o segmentario: es el sueño del poder lo que la razón nos impone. Pero nada se pretende así, todo busca su propia muerte, comprendido el poder. O [63] más bien (pero es lo mismo), todo quiere intercambiarse, reversibilizarse, abolirse en un ciclo (por eso, en efecto, no hay represión, ni inconsciente, porque la reversibilidad está siempre presente). Eso sólo seduce profundamente, eso sólo es goce, mientras que el poder tan sólo satisface una cierta lógica hegemonica de la razón. Pero la seducción está en otra parte. La seducción es más fuerte que el poder, porque es un proceso reversible y mortal, mientras que el poder se pretende irreversible como el valor, acumulativo e inmortal como él — participa de todas las ilusiones de lo real y de la producción, se pretende del orden de lo real y cae así en lo imaginario y en la superstición de sí mismo (con la ayuda de las teorías que lo analizan, aunque sea para impugnarlo). La seduc[64] ción no es del orden de lo real. No es nunca del orden de la fuerza ni de la relación de fuerzas. Pero, precisamente por eso, es ella quien recubre todo el proceso real del poder, así como todo el orden real de la producción, de esa reversibilidad y desacumulación incesantes — sin las que ni siquiera habría poder, ni producción.
Es el vacío lo que hay detrás del poder, en el corazón mismo del poder, en el corazón de la producción, y el que les da hoy un último destello de realidad. Sin lo que los reversibiliza, los anula, los seduce, incluso no habrían tomado nunca fuerza de realidad.
Además, lo real no ha interesado nunca a nadie. Es por excelencia el lugar del desencantamiento, el lugar de un simulacro de acumulación contra la muerte. Nada pero. Lo que en ocasiones lo [65] vuelve fascinante, vuelve a la verdad fascinante, es el desastre imaginario que hay detrás. ¿Creéis que el poder, la economía, el sexo, todas esas grandes cosas reales, se hubiesen mantenido un solo instante sin la fascinación que las soporta, y que les viene justamente del espejo invertido en el que se reflejan, de su reversión continua, del goce sensible e inminente de su ruina?
Particularmente hoy, lo real no es más que esto: reserva de materia muerta, de cuerpos muertos, de lenguaje muerto. Aún hoy la evaluación del stock de realidad (no hablemos de la energía: la cantinela ecológica oculta que no es la energía material lo que desaparece del horizonte de la especie, sino la energía de lo real, la realidad de lo real, y toda la posible seriedad de una gestión, capi[66]talista o revolucionaria, de lo real), nos da seguridad: si el horizonte de la producción se ha desvanecido, el de la palabra, el de la sexualidad, el del deseo, pueden aún tomar el relevo. Siempre habrá que liberar, que gozar, que dar la palabra a los otros — eso es lo real, esa es la sustancia, ese es el stock en perspectiva. Así pues, poder.
Desgraciadamente, no. Es decir, no por mucho tiempo. Eso se devora poco a poco. Se ha hecho, se ha querido hacer del sexo, como del poder, una instancia irreversible, y del deseo una fuerza, una energía irreversible (un stock de energía, ¿es necesario decirlo?, el deseo nunca está lejos del capital). Porque sólo concedemos sentido, según nuestro imaginario, a lo que es irreversible: acumulación, progreso, crecimiento, pro[67]ducción, valor, poder, y hasta el mismo deseo, son procesos irreversibles (inyectad la mínima dosis de reversibilidad en nuestros dispositivos económicos, políticos, institucionales, sexuales, y todo se derrumba inmediatamente). Es eso lo que asegura hoy a la sexualidad esa autoridad mítica sobre los cuerpos y los corazones. Pero eso constituye también su fragilidad, como la de todo el edificio de la producción.
La seducción es más fuerte que la producción. Es más fuerte que la sexualidad, con la que no hay nunca que confundirla. No es un proceso interno a la sexualidad, a lo que generalmente se la rebaja. Es un proceso circular, reversible, de desafío, de puja y de muerte. Es lo sexual, por el contrario, lo que es su forma reducida, circuns[68]crita en términos energéticos de deseo.
La intricación del proceso de seducción en el proceso de producción y de poder, la irrupción de un mínimum de reversibilidad en todo proceso irreversible, que lo arruina y desmantela en secreto, y que al mismo tiempo asegura ese continuum mínimo de goce que lo atraviesa, sin el que no sería nada, he ahí, lo que hay que analizar. Sabiendo que siempre y en todas partes la producción trata de exterminar la seducción para implantarse sobre la sola economía de las relaciones de fuerza, que en todas partes el sexo, la producción del sexo, trata de exterminar la seducción para implantarse sobre la sola economía de las relaciones de deseo.[69]
"When Jesús aróse from the dead, he be-came a Zombie."
(Graffiti — WATTS, Los Angeles)
"El Mesías vendrá solamente cuando ya no será necesario. Vendrá solamente un día después de su advenimiento. No vendrá el día del Juicio Final, sino al día siguiente." KAFKA
Así, esperarán el Mesías, no solamente el día, sino todos los días siguientes, cuando en realidad ya estaba allí. O también: Dios estaba ya muerto mucho antes de saberse, así como años luz separan el mismo acontecimiento de una estrella a otra, años luz separan el advenimiento del acontecimiento.[71]
Así, siempre estarán retrasados con respecto a una Revolución. O más bien: esperarán día a día la Revolución, cuando, en realidad, ya se había realizado, y cuando se produzca es que ya no será necesaria, que no será más que el signo de lo que ha pasado.
¿Serían el Mesías y la Revolución tan irrisorios que siempre llegan con retraso, como una sombra proyectada, como un efecto de realidad, a posteriori, cuando en realidad las cosas no han tenido nunca necesidad del Mesías ni de la Revolución para ocurrir?
Pero entonces, la Revolución sólo significa esto: que ya ha ocurrido, que tiene sentido inmediatamente antes, un día antes, pero no ahora. Que cuando llega es para ocultar que ya no tiene sentido.
En efecto, la revolución ya ha [72] ocurrido. No la revolución burguesa, ni la comunista, la revolución a secas. Es decir, que un ciclo entero se acaba, y no se han dado cuenta. Juegan siempre a la revolución lineal, cuando en realidad ella ya se ha doblado sobre sí misma para producir su simulacro, como los ángeles de estuco, cuyas extremidades se juntan en un espejo curvo.
Todas las cosas se terminan en su simulación redoblada, y es el signo de que se acabó un ciclo. Cuando el efecto de realidad viene, como el inútil Mesías del pasado mañana, a redoblar inútilmente el curso de las cosas, es el signo de que un ciclo se acaba, en un juego de simulacros en el que todo se junta antes de morir, y cae entonces muy por detrás del horizonte de la verdad.
Inútil, pues, correr detrás del [73] poder, o discurrir sobre él al infinito, porque desde ahora también él forma parte del horizonte sagrado de las apariencias, también él solo está presente para ocultar que ya no existe, o más bien, que habiendo sido franqueada la línea de apogeo de lo político es la otra vertiente del ciclo la que comienza, la reversión del poder en su mismo simulacro.
Ya no se toma el poder ni se arranca el secreto. Porque el secreto del poder es el mismo que el del secreto: que no existe. En la otra vertiente del ciclo, la del declive de lo real, sólo la puesta en escena del secreto o del poder es operativa, pero eso es el signo de que la sustancia del poder, después de su expansión sin tregua durante varios siglos, está en vías de hacer implosión brutalmente, y de que la esfera del poder, de [74] estrella de primera magnitud, está en vías de reducirse a enana roja, después a agujero negro que absorbe toda la sustancia de lo real, todas las energías circundantes, transmutadas de golpe en un único signo puro, el de lo social, cuya densidad nos aplasta.
Ni instancia, ni estructura, ni sustancia, ni relación de fuerzas en efecto — el poder es un desafío. Del maniquí de poder de las sociedades primitivas, que habla para no decir nada, al poder actual, que sólo existe para conjurar la ausencia de poder, todo un ciclo ha sido recorrido, y es el de un doble desafío. El que el poder lanza a la sociedad entera. Y el que es lanzado contra los que de[75]tenían el poder. Esa es la historia secreta del poder, y la de su destrucción: la historia real del capital.
Todo el pensamiento crítico materialista es sólo una tentativa de parar el capital, de inmovilizarlo en el momento de su racionalidad económica y política. "Estadio del espejo" del capital, acunado por las sirenas de la dialéctica. A causa de eso, por supuesto, él inmoviliza también todo lo que resiste a ese estadio. Afortunadamente, el capital no se deja encerrar en ese modelo, lo supera en su movimiento irracional y deja, in situ, acurrucado sobre su dialéctica nostálgica y su idea ya perdida de la revolución, un pensamiento materialista que no fue, en el fondo, más que un momento bastante superficial de la teoría, y, sobre todo, un freno, una tenta[76]tiva de neutralizar en una sociabilidad bien comedida, en una transparencia social ideal, el enfrentamiento en profundidad, el desafío mortal a lo social mismo. Hoy, por fin, los extremos se enfrentan — una vez desaparecida la hipoteca conservadora del pensamiento crítico. Ya no solamente se enfrentan las fuerzas sociales (aunque domina un único modelo de socialización), sino que se enfrentan las formas y lo que está en juego es la muerte de lo social — forma del capital y forma del sacrificio, forma del valor y forma del desafío. Lo social mismo debe ser enfocado como modelo de simulación y forma a abatir — forma estratégica del valor, introducida salvajemente por el capital, idealizada después por el pensamiento crítico, y de la que aún no sabemos lo que desde siempre la [77] ha combatido y hoy irresistiblemente la destruye.
Este desafío fundamental, todos los poderes se las han ingeniado para camuflarlo como relación de fuerzas — dominante/dominado, explotador/explotado — drenando así todas las resistencias hacia una relación frontal (incluso desmultiplicada en micro-estrategias, es aún esta concepción la que domina en Foucault, simplemente el rompecabezas de la guerrilla ha sustituido al tablero de la guerra). Porque en términos de relaciones de fuerzas, siempre es el poder el que gana, incluso si cambia de manos en el transcurso de las revoluciones.
Pero es dudoso que alguien haya creído exorcisar el poder con la fuerza. Por el contrario, cada uno sabe profundamente que todo poder es para él un desafío perso[78]nal, y un desafío a muerte, al que sólo se puede responder con un contra-desafío que rompa la lógica del poder o, mejor, que la encierre en una lógica circular. Así es ese contra-desafío, no político, no dialéctico, no estratégico, pero de una fuerza incalculable a lo largo de la historia: desafiar a los que detentan el poder a que lo asuman hasta el límite, que no puede ser otro que el de la muerte de los dominados. Desafiar al poder a serlo: total, irreversible, sin escrúpulos, y de una violencia sin límites. Ningún poder ha osado ir hasta ahí (donde de todas formas él también se aniquilaría). Y es entonces, ante este desafío sin respuesta, cuando comienza a desintegrarse.
Hubo un tiempo en el que el poder aceptaba sacrificarse según las reglas de ese juego simbólico al [79] que no puede escapar. Un tiempo en el que el poder era la efímera y mortal cualidad de lo que debe ser sacrificado. Desde el momento en que ha tratado de escapar a esta regla, es decir, cesar de ser un poder simbólico para convertirse en un poder político y en una estrategia de dominación social, el desafío simbólico no ha cesado de asediarlo en su definición política, de deshacer la verdad de lo político. Hoy, bajo el empuje de ese desafío, es toda la sustancia de lo político la que se viene abajo. Hemos llegado a un punto en el que ya nadie asume el poder ni lo quiere, no por cierta debilidad histórica o de carácter, sino porque el secreto se ha perdido y nadie quiere aceptar el desafío. Tan cierto es, que basta con encerrar al poder en el poder para que muera. [80]
Contra esta "estrategia", que no es ninguna, el poder se ha defendido de todas las formas posibles (e incluso en esto consiste su ejercicio): democratizándose, liberalizándose, vulgarizándose, más recientemente descentrándose, desterritorializándose, etc. Pero mientras que las "relaciones de fuerza" se dejan fácilmente atrapar y desarmar por las astucias de lo político, el desafío inverso, en su inevitable simplicidad, no se acaba más que con el poder.
Siempre se razona en términos de estrategias y de relaciones de fuerzas, sólo se ve el esfuerzo desesperado de los oprimidos por escapar a la opresión o arrancar el poder. Nunca se mide la fantástica [81] fuerza del desafío, porque es incesante, invisible (aunque esta fuerza pueda desplegarse en actos de gran envergadura, pero esos son actos "sin objetivo, sin duración y sin porvenir")- Porque el desafío no tiene esperanza — pero la esperanza es un valor débil, la misma historia es un valor degradado en el tiempo, escindido entre el fin y los medios. Todas las bazas históricas son eludibles, negociables, dialécticas. El desafío es lo contrario del diálogo: crea un espacio no dialéctico, ineludible. No es ni un medio, ni un fin. Opone su propio espacio al espacio político. No conoce ni medio ni largo plazo, su único plazo es la inmediatez de la respuesta o de la muerte. Todo lo que es lineal, como la historia, tiene un fin, sólo el desafío carece de él, puesto que es indefinidamente reversible. Es esa reversibi[82]lidad la que le da su fuerza fabulosa.9
Nadie ha considerado seriamente esta otra cara no política del poder, la de su reversión simbólica. Sin embargo, es ese desafío inverso, esa indeterminación por el vacío, quien ha actuado siempre y, en definitiva, triunfado sobre la definición política del poder (cen[83]tral, legislativo, policial). Es aún ella la que actúa en la fase actual, en la que el poder ya sólo aparece como una especie de curvatura del espacio social, la suma de partículas dispersas, o la ramificación de azares "en racimo" (cualquier término venido de la microfísica o de la teoría de la información puede ser transferido hoy tanto al poder como al deseo) — fase del poder a lo Foucault, conductor, inductor y estratega de la palabra — pero la inversión operada por Foucault desde la centralidad represiva a la positividad móvil del poder no es más que una peripecia. Porque se continúa en el discurso de lo político — "no se sale jamás de él", dice Foucault — cuando de lo que se trata justamente es de comprender la indeterminación radical de lo político, su inexistencia y su simulación y lo que, partiendo de[84]ahí, devuelve al poder el espejo del vacío. Violencia simbólica más fuerte que cualquier violencia política: la historia real de la lucha de clases.
En la historia real de la lucha de clases, los únicos momentos fueron aquellos en los que la clase dominada se ha batido en base a la negación de sí misma "en tanto que tal", en base al sólo hecho de que no era nada. Marx había dicho claramente que debería abolir-se un día, pero esa aún era una perspectiva política. Cuando la clase, o una fracción de clase, prefiere actuar como radical no clase, como inexistencia de clase, es decir, jugarse su propia muerte de inmediato en la estructura explosiva del capital, cuando escoge hacer implosión súbitamente, en lugar de buscar la expansión política y la hegemonía de clase, eso[85]ha dado junio del 48, la Comuna o mayo del 68. Secreto del vacío, fuerza incalculable la de la implosión (contrariamente a nuestro imaginario de la explosión revolucionaria) — ver el barrio Latino la tarde del 3 de mayo.
El poder no siempre se ha considerado a sí mismo como el poder, y el secreto de los grandes políticos fue saber que el poder no existe. Que no es más que un espacio con una perspectiva de simulación, como lo fue el pictórico del Renacimiento, y que si el poder seduce es justamente (es lo que los realistas ingenuos de la política no comprenderán jamás) porque es simulacro, porque se metamorfosea en signos y se inventa sobre signos (por eso la parodia, la reversión de signos o su proliferación, puede afectarle más profundamente que cualquier rela[86]ción de fuerzas). Este secreto de la inexistencia del poder, que fue el de los grandes políticos, es también el de los grandes banqueros, a saber, que el dinero no es nada, que no existe; como a su vez fue el de los grandes teólogos e inquisidores saber que Dios no existe, que está muerto. Esto les da una superioridad fabulosa. Cuando el poder comprende este secreto y se lanza su propio desafío, entonces es verdaderamente soberano. Cuando cesa de hacerlo y pretende encontrarse una verdad, una sustancia, una representación (en la voluntad del pueblo, etc.), entonces pierde su soberanidad, y son los otros quienes le devuelven el desafío de su propia muerte, hasta que muera en efecto de esa pretensión, de ese imaginario, de esa superstición de sí mismo como sustancia, de ese desconocimiento [87] de sí como vacío, como reversible en la muerte. Antaño, se mataba a los jefes cuando perdían ese secreto.
Cuando tanto se habla del poder es que ya no existe en ningún sitio. Igual sucede con Dios: la fase en la que estaba en todas partes ha precedido en poco a aquella en la que estaba muerto. Sin duda, incluso la muerte de Dios ha precedido a la fase en la que estuvo en todas partes. Igual sucede con el poder: porque es un difunto, un fantasma y un fantoche — ese es también el sentido de la palabra de Kafka: el Mesías de pasado mañana es tan sólo un Dios resucitado entre los muertos, un zombie — es por lo que se [88] habla de él tanto y tan bien: la fineza y lo microscópico del análisis son ellos mismos un efecto de nostalgia. Es entonces cuando en todas partes se ve al poder emparejado con la seducción — es casi una obligación de nuestros días — a fin de darle una segunda existencia. La sangre fresca del poder le viene del deseo y él mismo ya no es más que una especie de efecto del deseo en los confines de lo social, una especie de efecto de estrategia en los confines de la historia. Es aquí donde actúan también "los" poderes de Foucault: insertados en la intimidad de los cuerpos, en el trazado de los discursos, en la abertura de los gestos — estrategia más insinuante, más sutil, más discursiva, que aleja también el poder de la historia y lo acerca a la seducción.[89]
Fascinación universal por el poder, en su ejercicio y en su teoría, fascinación que, si es tan intensa es porque corresponde a un poder muerto, caracterizado por un efecto de resurrección simultánea, de manera obscena y paródica, de todas las formas de poder ya vistas — exactamente como el sexo en la porno. La muerte inminente de todos los grandes sistemas de referencia (religioso, sexual, político, etc.) se traduce en una exacervación de las formas de violencia y de representación que los caracterizaban. Ninguna duda acerca de que el fascismo, por ejemplo, no sea la primera forma obscena y porno de "revival" desesperado del poder político. Reactivación violenta de un poder que desespera de sus fundamentos racionales (la forma representativa que se ha vaciado[90]de su sentido en el transcurso de los siglos XIX y XX), reactivación violenta de lo social en una sociedad que desespera de su propio fundamento racional y contractual — el fascismo es, sin embargo, el único poder moderno fascinante, porque es el único, después del maquiavélico, que se asume en tanto que tal, en tanto que desafío, burlándose de toda verdad de lo político, el único en haber aceptado el desafío de tener que asumir el poder hasta la muerte (la suya y la de los otros). Es además porque ha aceptado ese desafío por lo que se ha beneficiado de ese consentimiento estraño, de esa ausencia de resistencia al poder. ¿Por qué todas las resistencias simbólicas se han venido abajo ante el fascismo — hecho único en la historia? Ninguna mistificación ideológica, ninguna re[91]presión sexual a la Reich puede explicar esto. Sólo el desafío puede provocar una tal pasión de responder, un asentimiento tan insensato en la respuesta, y anular así todas las resistencias. Por otra parte, lo que continúa siendo un misterio es esto: ¿por qué se responde a un desafío? ¿Qué es lo que hace que se acepte el jugar mejor: que uno se sienta obligado apasionadamente a responder a una exhortación tan arbitraria?
Así, el poder fascista es el único que ha sabido volver a jugar con el prestigio ritual de la muerte, pero (y esto es lo más importante aquí) ya de manera póstuma y trucada, proliferante y de puesta en escena, de una forma, como bien lo ha visto Benjamín, estética — y no ya verdaderamente sacrificatoria. Su [92] política es una estética de la muerte, una estética ya retro, y todo lo que es retro desde entonces no puede menos que inspirarse en el fascismo como obscenidad y violencia ya nostálgicas, en un escenario de poder y de muerte ya reactivo, ya superado en el momento mismo en que aparece en la historia. Eterno desfase en la aparición del Mesías, como dice Kafka, Eterna simulación interna del poder, que nunca es ya más que el signo de lo que era.
La misma nostalgia y la misma simulación retro cuando se trata hoy de "micro" fascismos y de "micro" poderes. El operador "micro" no hace más que desmultiplicar sin resolver lo que ha podido ser el fascismo, y hacer de un escenario extremadamente complejo de simulación y de muerte, un "significante flotante" sim[93]plificado, "cuya función esencial es la denuncia" (Foucault). La invocación también, porque la evocación del fascismo (como la del poder) incluso bajo la forma micro, es aún la invocación nostálgica de lo político, de una verdad de lo político, que al mismo tiempo permite salvar la hipótesis del deseo, del que siempre se puede decir que el poder o el fascismo no son más que un accidente paranoico.
De todas formas, el poder es una engañifa, la verdad es una engañifa. Todo está en la elipsis fulgurante en la que un ciclo entero de acumulación, de poder, o de verdad se acaba. Ni inversión, ni subversión: el ciclo debe [94]ser consumado. Y puede serlo instantáneamente. La muerte es lo que está en juego en esa elipsis.[95]
En la medida en que el movimiento mismo del texto da cuenta admirablemente de lo que propone, la escritura de Foucault es perfecta: esa espiral generativa del poder, que ya no es una arquitectura despótica, sino un encadenamiento infinito, un enrollamiento y una estrofa sin origen (sin desenlace tampoco), con un desplegamiento cada vez más vasto y más riguroso; por otra parte, esa [7] fluidez intersticial del poder que baña toda la red porosa de lo social, de lo mental, y de los cuerpos, esa modulación infinitesimal de tecnologías de poder (donde relaciones de fuerza y de seducción están inextricablemente mezcladas) — todo eso se lee directamente en el discurso de Foucault (que es también un discurso de poder): recorre, catexiza y satura todo el espacio que abre, los más mínimos calificativos van a inmiscuirse en los más mínimos intersticios del sentido, las proposiciones y los capítulos se enrollan en espiral, un arte magistral del descentramiento permite abrir nuevos espacios (espacios de poder, espacios de discurso) que quedan inmediatamente recubiertos por el derramamiento minucioso de su escritura. Ni vacío, ni fantasma, ni retroceso en él: una objetividad [8] fluida, una escritura no lineal, orbital, sin fisuras. El sentido no excede nunca lo que se dice: sin vértigo, pero sin flotar tampoco nunca en un texto demasiado solemne para él: sin retórica.
En una palabra, el discurso de Foucault es el espejo de los poderes que describe. Esa es su fuerza y su seducción, y no su "índice de verdad", eso es su leit-motiv: los procedimientos de verdad, pero no tiene importancia, porque su discurso no es más verdadero que cualquier otro — no, es en la magia de un análisis que despliega los meandros sutiles de su objeto, que lo describe con una exactitud táctil, táctica, donde la seducción alimenta la potencia analítica, donde la lengua misma alumbra en la operación poderes nuevos. Esa es también la operación del mito, hasta en la eficacia simbólica que [9] describe Lévi-Strauss, y, sin embargo, ese no es un discurso de verdad, sino un discurso mítico, en el sentido fuerte del término, y yo creo secretamente, sin lugar a duda, en el efecto de verdad que produce. Eso es, por otra parte, lo que falta a los que, siguiendo las huellas de Foucault, pasan al lado de ese dispositivo mítico y se vuelven a encontrar con la verdad, nada más que la verdad.
La perfección misma de esta crónica analítica del poder es inquietante. Algo nos dice, pero entre líneas, en segundo plano, en esta escritura demasiado bella para ser verdadera, que si es posible hablar por fin del poder, de la sexualidad, del cuerpo, de [10] la disciplina, con esa inteligencia definitiva, y hasta en sus más delicadas metamorfosis, es que, por algún sitio, todo esto está desde ahora caduco, y que si Foucault puede establecer un cuadro tan admirable es porque opera en los confines de una época (quizás la "era clásica", de la que sería el último gran dinosaurio), que está en vías de desaparecer definitivamente. Configuración propicia a los más esplendorosos análisis antes de que los términos le sean retirados. "Cuando hablo del tiempo, es que ya no existe", decía Apollinaire. Y si Foucault sólo nos hablara tan bien del poder (y, no lo olvidemos, en términos reales, objetivos, multiplicidades difractadas, pero que no atacan el punto de vista objetivo que se toma sobre ellas — poder infinitesimal y pulverizado, [11] pero cuyo principio de realidad no es atacado), porque el poder está muerto, no solamente irreparable por diseminación, sino disuelto pura y simplemente de un modo que aún nos escapa, disuelto por reversión, anulación, o hiperrealidad en la simulación, qué sé yo, pero algo ha pasado a nivel del poder que Foucault no puede recoger del fondo de su genealogía: para él no hay finalidad en lo político, sino solamente metamorfosis, de lo despótico a lo disciplinario y de aquí a lo microcelular, siguiendo el mismo proceso que las ciencias físicas y biológicas. Inmenso progreso sobre lo imaginario del poder que nos domina — pero nada del axioma del poder ha cambiado: éste no salta por encima de su sombra, es decir, su definición mínima en términos de funcionamiento [12]real. Es, pues, vuelto aún hacia un principio de realidad y un principio de verdad muy fuerte, hacia una coherencia posible de lo político y del discurso (el poder ya no es del orden despótico de la prohibición y de la Ley, sino que aún es del orden objetivo de lo real), que Foucault puede describirnos las espirales sucesivas, la última de las cuales le hace descubrir las más ínfimas terminaciones, sin que jamás el poder cese de ser el término, sin que pueda surgir la cuestión de su exterminación.
¿Y si Foucault sólo nos hablara tan bien de la sexualidad (por fin, un discurso analítico sobre el sexo, es decir, desligado del pathos del sexo y con la claridad textual de los discursos de antes del inconsciente, de los que no tienen necesidad del chantaje de [13] las profundidades para decir lo que tienen que decir), pero si sólo nos hablara tan bien porque esta figura de la sexualidad, esta gran producción (también ella) de nuestra cultura estuviera, como la otra, en vías de desaparecer? El sexo, como el hombre, o como lo social, puede no tener más que un tiempo. ¿Y si el efecto de realidad del sexo, que está en el horizonte del discurso de la sexualidad, viniese también él a esfumarse radicalmente dejando sitio a otros simulacros y arrastrando en su caída los grandes referentes del deseo, del cuerpo, y del inconsciente — toda esa letanía tan poderosa hoy? La hipótesis misma de Foucault se abre sobre la mortalidad del sexo a fe más o menos largo plazo. El psicoanálisis, que parece inaugurar el milenium del sexo y del deseo, [14] es quizás quien lo saca a relucir antes de que ya no sea nada. En cierta manera, el psicoanálisis pone fin al inconsciente y al deseo, como el marxismo pone fin a la lucha de clases, hipostasiándolos y enterrándolos en su empresa teórica. Estamos desde ahora en el metalenguaje del deseo, en un discurso desmedido sobre el sexo, donde el redoblamiento de signos del sexo oculta una indeterminación y una descatexización profunda, la consigna sexual dominante correspondiente a un medio sexual inerte. Da igual el sexo o la política: "Acordaros en el 68, cuántas huelgas y barricadas, cuántos discursos y adoquines hicieron falta para que se comience a apreciar que todo es político. La pornografía, proliferante, censurada y en aumento, va a comenzar a hacer entrever [15] que todo es sexualidad" (Art. Press, número sobre la pornografía). Doble absurdo: todo es político, todo es sexualidad — absurdidad paralela de dos consignas, en el justo momento en que lo político se derrumba, en que el sexo mismo involuciona y desaparece como referencial fuerte en la hiperrealidad de la sexualidad "liberada".
Si la burguesía, como dice Foucault, se ha dado por el sexo y la sexualidad un cuerpo glorioso y una verdad prestigiosa, para pasarla después bajo forma de verdad y de destino banal a todo el resto de la sociedad, puede perfectamente ocurrir que ese simulacro se le escurra de la piel y parta con la piel. Esta nueva espiral, la de la simulación de lo sexual, esta segunda existencia del sexo, fascinación de un referencial [16] perdido1 (que no es más que la coherencia, en una configuración dada, del mito del inconsciente), Foucault no puede dibujarla, porque se queda en la fórmula clásica del sexo. Incluso si hace una configuración de discurso, ésta tiene su coherencia interna, tiene, como el poder, un índice de refracción positivo. El discurso es discurso, pero los funcionamientos, las estrategias, las maquinaciones que actúan en él son reales: la mujer histérica, el adulto perverso, el niño que se mas-turba, la familia edipica: dispositivos reales, históricos, máquinas jamás trucadas — no más que las máquinas deseantes en su or[17]den energético y libidinal — todas existen, y esto es cierto: han sido verdaderas, pero las máquinas simulantes que refuerzan cada una de estas máquinas "originales", la gran maquinación simulante que prosigue todos estos dispositivos en una espiral ulterior, de esa, nosotros no sabremos nada con Foucault, porque su mirada no se desvía de la semiurgia clásica del poder y del sexo. No ve la semiurgia insensata del simulacro que se ha apoderado de ella. Quizás esta espiral que borra todas las otras, no sea más que una nueva figura del deseo o del poder, pero es poco probable, puesto que desintegra todo discurso en esos términos. Barthes decía del Japón: "Allí, la sexualidad está en el sexo y en ninguna otra parte. En los Estados Unidos la sexualidad está en todas par[18]tes excepto en el sexo." ¿Y si el mismo sexo no estuviera ya en el sexo? Sin duda, asistimos, con la liberación sexual, con la porno, a esa agonía de la razón sexual. Y Foucault no habrá hecho más que darnos la última palabra en el momento en que eso ya no tiene sentido. Igual, en Vigilar y castigar, con su teoría de la disciplina, del panóptico y de la transparencia. Teoría magistral, pero caduca. Esa teoría del control por la objetivación de la mirada, incluso pulverizada en dispositivos micro, está caduca. Estamos, sin duda, tan lejos de la estrategia de la transparencia en el dispositivo de la simulación como ésta pudiera estarlo de la operación inmediata y simbólica del suplicio descrita por Foucault mismo. Aún allí, una espiral falta, esa delante de la cual, Foucault, [19] extrañamente, se para, en el umbral de una revolución actual del sistema que no ha querido jamás franquear.
Habría mucho que decir sobre la tesis central del libro: no hubo nunca represión del sexo, sino al contrario, exhortación a decirlo, a pronunciarlo, obligación de confesarlo, expresarlo, producirlo. La represión es tan sólo una trampa y una coartada para ocultar la asignación de toda una cultura al imperativo sexual. De acuerdo con Foucault (señalemos, no obstante, que esta asignación no tiene nada que envidiar a la vieja represión: represión o habla "inducida", qué diferencia hay, es cuestión de palabras), pero, ¿qué quedaría en[20]tonces de la idea esencial del libro? Esto: a una concepción negativa, transcendente y reactiva del poder, fundada en la prohibición y en la ley, la sustituye otra que es positiva, activa, inmanente, y esto es efectivamente capital. Es sorprendente la coincidencia entre esta nueva versión del poder y la nueva versión del deseo propuesta por Deleuze o Lyotard: ya no más la carencia o la prohibición, sino el dispositivo, la diseminación positiva de flujos o de intensidades. Esta coincidencia no es accidental: es simplemente que en Foucault el poder sustituye al deseo. Está allí como el deseo en los otros: siempre presente, depurado de toda negatividad, es red, rizoma, contigüidad difractada al infinito. Es por eso por lo que no hay deseo en Foucault: el sitio está ya cogido (inversamente, [21] uno puede preguntarse si en las teorías esquizo y libidinales, el deseo o cualquier cosa de ese tipo, no es la anamorfosis de un cierto poder — bajo el signo de la misma inmanencia, de la misma positividad, de la misma maquineria en todas direcciones — o mejor, uno puede preguntarse si, de una teoría a otra, deseo y poder no intercambian su imagen en una especulación sin fin — juegos de espejo que son para nosotros juegos de verdad).
Lo que es cierto es que las dos teorías son profundamente gemelas, sincrónicas, isocrónicas en su "dispositivo" (término que le es tan caro), sus senderos son los mismos — por eso pueden tan bien intercambiarse (ver el artículo de Deleuze sobre Foucault en Critique diciembre, 1975) y generar desde hoy todos los subproductos —[22] "gozar del poder", "el deseo del capital", etc. — que son la exacta réplica de los subproductos de la generación anterior — "el deseo de revolución", "gozar al margen del poder" etc. — porque en aquellos tiempos, reicheanos y freudo-marxistas, deseo y revolución eran de signo contrario; hoy micro-deseo (del poder) y micro-política (del deseo) se confunden literalmente en los confines maquínicos de la libido: basta con miniaturizar. De la espiral evocada por Foucault: poder/saber/placer (él no osa decir poder/saber/deseo, cuando, es, sin embargo, del deseo, de toda la teoría del deseo, de lo que se trata), de ese enlazamiento molecular que dibuja toda la histeria visible del futuro, Foucault forma parte: es él quien habrá contribuido a introducir un poder que sea [23] del orden, del mismo orden de funcionamiento que el del deseo, como Deleuze habrá introducido un deseo que sea del orden de futuros poderes. Esta complicidad es demasiado bella para no ser sospechosa, pero tiene para sí la inocencia de los esponsales. Cuando el poder se acerca al deseo, cuando el deseo se acerca al poder, olvidémoslos.
Sobre la hipótesis de la represión: de acuerdo para objetarla radicalmente, pero no sobre la base de una definición simplista. Ahora bien, es esa la que Foucault rechaza: la de la represión del sexo con vistas a drenar todas las energías hacia la producción material. Sobre esta base es demasiado fácil decir que los proletarios habrían debido ser los primeros alcanzados por la represión — sin embargo, la historia muestra [24] que se experimenta primero en las clases privilegiadas. Conclusión: la hipótesis de la represión es insostenible. La interesante es la otra hipótesis: la de una represión venida de mucho más lejos que del horizonte de las manufacturas y englobando simultáneamente el de la sexualidad. Liberación de las fuerzas productivas, liberación de las energías y de la palabra sexual: el mismo combate, el mismo avance de una socialización cada vez más fuerte y diferenciada. O, lo que es lo mismo, que la represión en la hipótesis máxima no es nunca represión DEL sexo en provecho de qué sé yo qué, sino represión POR el sexo — encuadramiento de los discursos, de los cuerpos, de las energías, de las instituciones por el sexo, en nombre "del sexo que habla". Y el sexo reprimido no hace más que [25] ocultar la represión por el sexo. La rama de la producción conduce del trabajo al sexo, pero cambiando sus orientaciones: de la economía política a la libidinal (última adquisición del 68), se da el paso de un modelo de socialización violento y arcaico (el trabajo) a un modelo de socialización más sutil, más fluido, a la vez más "psíquico" y más cerca del cuerpo (lo sexual y lo libidinal). Metamorfosis y viraje de la fuerza de trabajo a la pulsión, viraje de un modelo fundado sobre un sistema de representaciones (la famosa "ideología") hacia un modelo que funciona sobre un sistema de afecto — no siendo el sexo más que una especie de anamorfosis del imperativo social categórico. De un discurso al otro (porque de discurso se trata) corre el mismo ultimátum de producción [26] en el sentido literal del término. La acepción original de la "producción" no es, en efecto, la de fabricación material, sino la de hacer visible, la de hacer aparecer y comparecer: producere. El sexo se produce como se produce un documento, o como se dice de un actor que se produce en escena. Producir es materializar por la fuerza lo que es de otro orden, del orden del secreto y de la seducción. La seducción es siempre y en todas partes lo que se opone a la producción, la seducción retira algo del orden de lo visible, va a la inversa de la producción, cuya empresa es hacer de todo una evidencia, sea la de un objeto, una cifra un concepto. Que todo se produzca, que todo se lea, que todo resulte real, visible, y cifra eficaz, que todo se transcriba en relaciones de fuerza, sistemas [27] de conceptos o energía medible, que todo sea dicho, acumulado, catalogado, enumerado: así es el sexo en la porno, y más generalmente, esa es la empresa de toda nuestra cultura, cuya "obscenidad" es su condición natural: cultura de la exhibición, de la demostración, de la monstruosidad "productiva" (una de cuyas formas, tan bien analizada por Foucault, es la confesión). Seducción en todo eso, ninguna — ni en la porno, producción inmediata de actos sexuales, actualidad feroz del placer, ninguna seducción en esos cuerpos atravesados por una mirada literalmente absorbida por el vacío de la transparencia — pero, ni sombra de seducción tampoco en todo el universo de la producción, regido por el principio de la transparencia de todas las fuerzas en el orden de los fenóme[28]nos visibles y calculables: objetos, máquinas, actos sexuales o producto nacional bruto.
La porno no es más que el límite paradójico de lo sexual: exacerbación realística, obsesión maníaca de lo real — es eso lo "obsceno", etimológicamente y en todos los sentidos. ¿Acaso lo sexual mismo no es ya materialización forzada, acaso la aparición de la sexualidad no forma ya parte de la realística occidental, de la obsesión tan propia a nuestra cultura de instanciarlo e instrumentalizarlo todo? De igual modo que es absurdo disociar en otras culturas lo religioso, lo económico, lo político, lo jurídico, incluso lo social y otras fantasmagorías categoriales, por la sencilla razón de que no tienen cabida y de que son otras tantas enfermedades venéreas con las que las in[29]fectamos para mejor "comprenderlas", también lo es el autonomizar lo sexual como instancia, como lo dado irreductible, a lo que todo lo demás, incluso, puede ser reducido. Hay que hacer una crítica de la Razón sexual, o más bien una genealogía de la Razón sexual, como Nietzsche hizo una genealogía de la Moral — porque esa es nuestra nueva moral. De la sexualidad, como de la muerte, se podría decir: "Es un pliegue al que uno ha acostumbrado la conciencia aún no hace mucho."
Ante esas culturas para las que el acto sexual no es una finalidad en sí, para las que la sexualidad no tiene esa seriedad mortal de una energía a liberar, de una eyaculación forzada, de una producción a toda costa, de una contabilidad higiénica del cuerpo, [30] que se preservan gracias a largos procesos de seducción y de sensualidad, en las que la sexualidad es un servicio entre otros, un largo proceso de dones y contra-dones, en las que el acto amoroso no es más que el final eventual de esa reciprocidad ejecutada según un ritual inevitable. Ante esas culturas permanecemos incomprensivos o vagamente compasivos. Para nosotros, eso ya no tiene sentido — para nosotros, lo sexual se ha convertido estrictamente en la actualización de un deseo en un placer — el resto es "literatura". Extraordinaria cristalización sobre la función orgásmica, ella misma, materialización de una sustancia energética.
Somos una cultura de eyaculación precoz. Cada vez más, toda seducción, cualquier forma de seducción, que es de por sí un [31] proceso altamente "ritualizado", se borra tras el imperativo sexual "naturalizado", tras la realización inmediata e imperativa de un deseo. Nuestro centro de gravedad se ha efectivamente desplazado hacia una economía inconsciente y libidinal que ya no da lugar más que a una naturalización total de un deseo condenado, ya sea al destino de las pulsiones, ya sea al puro y simple funcionamiento maquínico, pero, sobre todo, a lo imaginario de la represión y de la liberación.
En adelante ya no se dirá más: "Tienes un alma, debes salvarla", sino:
"Tienes un sexo, debes encontrarle el buen uso."
"Tienes un incosciente, hay que saber liberarlo."
"Tienes un cuerpo, hay que saber gozarlo." [32]
"Tienes una libido, hay que saber gastarla", etc., etc. Esta obligación de fluidez, de flujo, de circulación acelerada de lo psíquico, de lo sexual y de los cuerpos es la exacta réplica de la que rige el valor mercancía: que el capital circule, que ya no haya gravedad, punto fijo, que la cadena de inversiones y reinversiones sea incesante, que el valor irradie sin tregua y en todas direcciones — es esa la forma actual de realización del valor. Es esa la forma del capital, y la sexualidad, la consigna sexual, el modelo sexual, es su forma de aparecer a nivel de los cuerpos.
Además, el cuerpo, el cuerpo al que sin cesar nos referimos, no tiene otra realidad que la del modelo sexual y productivo. El capital es quien alumbra en el mismo movimiento el cuerpo energético [33]de la fuerza de trabajo y el cuerpo con el que soñamos hoy como emplazamiento del deseo y del inconsciente, el cuerpo santuario de la energía psíquica y de la pulsión, el cuerpo pulsional que habitan los procesos primarios — el cuerpo mismo hecho proceso primario, y de esa forma anticuerpo, último referencial revolucionario. Es en la represión donde se engendran simultáneamente los dos, y su antagonismo aparente aún es un efecto de represión. Redescubrir en el secreto de los cuerpos una energía "libidinal", desligada, que se opondría a la energía ligada de los cuerpos productivos, redescubir una verdad fantasmática y pulsional del cuerpo en el deseo, no es aún otra cosa que determinar la metáfora psíquica del capital.
Esos son el deseo y el incons[34]ciente: escoria de la economía política, metáfora psíquica del capital. Y la jurisdicción sexual es el medio ideal, en el prolongamiento fantasmático de la propiedad privada, de asignar a cada uno la gestión de un capital: capital psíquico, libidinal, sexual, capital inconsciente, del que cada uno va a tener que responder ante sí mismo, bajo el signo de su propia liberación.
Lo que Foucault nos dice (mal que le pese) es esto: nada funciona por la represión general, todo funciona gracias a la producción — nada funciona por la represión general, todo funciona gracias a la liberación. Pero da igual. Toda liberación está fomentada por la represión: la de las fuerzas productivas como la del deseo, la de los cuerpos como la de las mujeres, etc. No hay excepción a la lógica de la [35] liberación: toda fuerza, toda palabra liberada, es una vuelta más en la espiral del poder. Es así como la "liberación sexual" logra el prodigio de reunir en el mismo ideal revolucionario los dos efectos mayores de la represión: liberación y sexualidad.
Históricamente, este proceso se elabora desde hace por lo menos dos siglos, pero es hoy cuando está en pleno apogeo con la bendición del psicoanálisis — de la misma forma que la economía política y la producción no conocieron su pleno apogeo más que con la sanción y la bendición de Marx. Hoy, es esta conyuntura la que nos domina por completo, a través incluso de la contestación "radical" de Marx y del psicoanálisis.2 [36] Nacimiento de lo sexual, de la palabra sexual, igual que hubo nacimiento de la clínica, de la mirada clínica — allí donde nada [37] había previamente, sino formas incontroladas, descabelladas, inestables, o bien, altamente ritualizadas. Donde, por lo tanto, tampoco había represión, leitmotiv que hacemos pesar sobre todas las sociedades anteriores bastante más aún que sobre la nuestra (las condenamos como primitivas desde el punto de vista tecnológico, pero en el fondo también desde el pun[38]to de vista sexual: serían sociedades reprimidas, no "liberadas", que incluso no conocerían el inconsciente — el psicoanálisis ha venido a librarnos de la hipoteca del sexo, ha dicho lo que estaba oculto, increíble racismo de la verdad, racismo evangélico del psicoanálisis, todo cambia con el advenimiento de la Palabra). Si la pregunta es dudosa para nuestra cultura (represión o no), carece, por el contrario, de ambigüedad para las otras: ellas no conocerían ni la represión ni el inconsciente, por la sencilla razón de que no conocerían lo sexual. Nosotros hacemos como si lo sexual estuviera "reprimido" allí donde no aparece por sí mismo, esa es nuestra manera de salvar el sexo, el principio del sexo, es nuestra moral (psíquica y psicoanalitica) la que se oculta tras la hipótesis de la represión, [39] y la que impone nuestra ceguera. Hablar de sexualidad, "reprimida" o no, "sublimada" o no, en las sociedades feudal, campesina, primitiva, es un signo de profunda estupidez, como lo es el reinterpretar la religión, ne varietur, como ideología y mistificación. Y es sobre esta base que vuelve a ser posible decir con Foucault: ni hay, ni tampoco hubo nunca represión en nuestra cultura — pero no en su sentido, sino en el sentido de que nunca hubo verdaderamente sexualidad. La sexualidad, como la economía política, no es más que un montaje (del que Foucault analiza todos los recobecos), la sexualidad, tal como nos la cuentan, tal como "se habla", hasta en el "ello habla", no es más que un simulacro que siempre han atravesado, desbaratado, y superado las prácticas, como en cual[40]quier otro sistema. La coherencia y la transparencia del homo sexualis no han tenido nunca más realidad que las del homo oeconomicus.
Es un largo proceso el que crea simultáneamente lo psíquico y lo sexual, el que crea la "otra escena", la del fantasma y la del inconsciente, al mismo tiempo que la energía que allí se produce — energía psíquica que no es otra cosa que un efecto directo de la alucinación escénica de la represión, energía alucinada como sustancia sexual, que va a metaforizarse, metonimizarse, según las diversas instancias tópicas, económicas, etc., según las modalidades de represión secundaria, terciaria, etc. — admirable edificio el del psicoanálisis, la mas bella alucinación del ultra-mundo, diría Nietzsche. Extraordinaria eficacia [41] la de este modelo de simulación energética y escénica — extraordinario psicodrama teórico, esta puesta en escena de la psiquis, este escenario del sexo como instancia, como realidad eterna (como otros han hipostasiado en otro lugar la producción como dimensión genérica o energía motriz). Qué importa: que sea lo económico, lo biológico, o lo psíquico, quien cargue con la puesta en escena — que importa la "escena" o la "otra escena": es el escenario lo que cuenta, es todo el psicoanálisis como modelo lo que hay que criticar.
Hay en esta producción a toda costa, en este sacramento moderno del sexo, tal terrorismo, tal empresa de liquidación, que no se ve por qué, sino por la belleza de la paradoja, se rechazaría el ver represión. ¿Quizás porque ese término es demasiado débil? Foucault [42] no quiere hablar de represión, pero qué es sino esa lenta y brutal infección mental por el sexo, sin otra igual en el pasado que la infección por el alma (ver Nietzsche — ¡no siendo por otra parte la infección de sexo otra cosa que la represión histórica y mental de la infección del alma bajo el signo de la revelación materialista!).
A decir verdad, es inútil discutir sobre los términos. Se puede decir indiferentemente: la orden primera es de hablar, la represión no es más que un subterfugio (por esa razón, el trabajo y la explotación no son también más que un subterfugio y una coartada de algo más fundamental — totalmente de acuerdo) o bien: la represión es lo primero, y la palabra es tan sólo una vanante más moderna (la "desublimación represiva"). En el fondo, no existe gran diferencia [43] entre las dos. Lo incómodo en la primera hipótesis (la de Foucault), es que si en algún sitio hubo represión o, al menos, efecto de represión (y eso apenas se puede negar), permanece inexplicable. ¿Por qué lo imaginario de la represión le resulta necesario al equilibrio de poderes, si estos viven de inducción, de producción, de usurpación de la palabra? Se ve más claramente, por el contrario, por qué la palabra, sistema meta-estable, sucedería a la represión, que tan sólo es un sistema inestable de poder.
Si el sexo existe únicamente hablado, discursado, confesado, ¿qué había antes de que se hablara de él? ¿Qué corte inaugura esa palabra sobre el sexo, y en relación a qué? Se ve qué clase de nuevos poderes se organizan alrededor de ella, ¿pero, qué peripecia [44] de poder la suscita? ¿Qué neutraliza, qué liquida, a qué pone fin?3 (sino, ¿quién puede pretender jamás ponerle fin, como se dice en la pág. 213:4 "liberarse de la instan[45]cía del sexo"?). Mírese como se mire, "hacer significar el sexo" no podría ser inocente, el poder se alza sobre algo (sino ni siquiera existirían las resistencias que se encuentran, pág. 127), algo semejante a una exclusión, a una división, a una denegación a partir de la cual puede precisamente "producir realidad", producir lo real. Solamente a partir de ahí se puede concebir una nueva peripecia, catastrófica ésta, del poder, donde ya no llega a producir lo real, a reproducirse él mismo como real, a abrir nuevos espacios al principio de realidad, y donde cae en lo hi-perreal y se volatiliza — es el fin del poder, el fin de la estrategia de lo real.
Para Foucault ni siquiera hay crisis o peripecia del poder, no hay más que modulación, capilaridad, segmentaridad, "microfísica del [46] poder", como dice Deleuze. Y es cierto: el poder en Foucault funciona de entrada igual que el código genético en Monod, según un diagrama de dispersión y mando (el ADN), y según un orden teleonómico. Acabado el poder teológico, acabado el poder teleológico, ¡viva el poder teleonómico! La teleonomía es el fin de toda determinación final y de toda dialéctica: es una especie de inscripción generatriz anticipada, inmanente, inevitable, siempre positiva, del código, y que sólo da lugar a mutaciones infinitesimales. Bien mirado, el poder en Foucault se parece extrañamente a "esa concepción del espacio social tan nueva como la de los espacios físicos y matemáticos actuales", como dice Deleuze,5 cegado de repente por las ventajas de [47] la ciencia. Es precisamente esa complicidad la que hay que denunciar, o de la que hay que reírse. Todo el mundo se revuelca hoy en lo molecular y en lo revolucionario. Ahora bien, hasta nueva orden (que corre el riesgo de ser la única), la verdadera molécula, no es la de los revolucionarios, es la de Monod, la del código genético, la de las "espirales complejas de ADN". Al menos no habría que redescubrir como dispositivo de deseo lo que los cibernéticos han descrito como matriz de código y de control.
Se ve lo que se gana, suponiendo una positividad total, una teleonomía y una micro-física del poder en vez de las viejas teorías finalistas, dialécticas o represivas, pero hay que ver a qué se compromete uno: a una extraña complicidad con la cibernética que niega [48] exactamente esos mismos esquemas (Foucault no oculta, por otra parte, su afinidad con Jacob, Monod y recientemente Ruffié, De la Biología a la Cultura). Ocurre lo mismo con la topología molecular del deseo en Deleuze, cuyos flujos y ramificaciones alcanzarán bien pronto, si no lo han hecho ya, las simulaciones genéticas, las derivaciones micro-celulares y los trazados aleatorios de los manipuladores de código. En Kafka (Deleuze-Guattari), se opone la Ley transcendente, la del Castillo, a la inmanencia del deseo en la contigüidad de los despachos. Como no ver que la Ley del Castillo tiene sus "rizomas" en los pasillos y en los despachos — la barra, el corte de la ley, se ha simplemente desmultiplicado al infinito en la sucesión alveolar y molecular. El deseo no es más que la versión molecular de [49] la Ley. Extraña coincidencia en todas partes, de los esquemas de deseo y de control. Espiral del poder, del deseo y de la molécula que nos lleva, francamente esta vez, hacia la peripecia final del control absoluto. ¡Ojo con lo molecular!
Este virage de Foucault aparece progresivamente a partir de Vigilar y castigar, contra la Historia de la locura y todo el dispositivo original de su genealogía. ¿Por qué el sexo, como la locura, no habría pasado por una fase de encierro en la que se formarían los términos de una razón, de una moral dominante, antes de que, de acuerdo con la lógica de la exclusión, sexo y locura se conviertan en discursos de referencia: el sexo se convierte en la consigna de una nueva moral, la locura- en la razón paradójica de una socie[50]dad obsesionada demasiado tiempo por su ausencia y consagrada ahora a su culto (normalizada) bajo el signo de su propia liberación. Esa es también la trayectoria del sexo, en el espacio curvo de la discriminación y de la represión en el que se introduce una puesta en escena, una estrategia a largo plazo que lo producirá más tarde como nueva regla de juego. La represión, el secreto, es el lugar de una inscripción imaginaría, sobre cuya base locura o sexo podrán después intercambiarse como valor.6 En todas partes, es Foucault mismo quien lo ha mostrado muy [51] bien, la discriminación es el acto violento de fundación de la Razón — ¿por qué no ha de ser igual para la razón sexual?
Estamos esta vez en un universo lleno, en un espacio irradiado de poder, pero también agrietado: como un parabrisas hecho trizas, pero que aún aguanta. Ahora bien, ese "poder" continúa siendo un misterio — salido de la centralidad despótica, se convierte, a mitad de camino, en "multiplicidad de relaciones de fuerzas" (pero, ¿qué es una relación de fuerzas sin resultante? — ocurre un poco como con los poliedros del Padre Ubú, que parten en todas direcciones como los cangrejos) para acabar, en el extremo terminal sobre resistencias (¡divina sorpresa la de la pág. 126!) tan ínfimas, hasta tal punto tenues que, literalmente, a esta escala microscópica, los áto[52]mos de poder y los átomos de resistencia se confunden — el mismo fragmento de gesto, de cuerpo, de mirada, de discurso, encierra la electricidad positiva del poder y la electricidad negativa de la resistencia (sobre la que uno se pregunta de dónde puede venir, nada en el libro nos prepara a ello, salvo la alusión a inextricables "relaciones de fuerzas" — pero como uno puede preguntarse exactamente lo mismo del poder, las cosas se equilibran en un discurso que, en lo esencial, describe firmemente la única verdadera espiral, la de su propio poder).
Esto no es una objeción. Está bien que los términos pierdan su sentido en los límites del texto,7 [53] pero no lo pierden lo suficiente. Foucault hace perder su sentido al término sexo, a su principio de verdad ("el punto ficticio del sexo"), pero no hace perder su sentido al término poder. La analítica del poder no es llevada a su término, allí donde se anula, donde nunca ha estado.
A medida que la referencia económica pierde su fuerza, son la del deseo o la del poder quienes se hace preponderantes. La del deseo, nacida en el psicoanálisis, madurada en el anti-psi-coanálisis deleuziano bajo forma de deseo fragmentado y molecular. La del poder, que tiene una larga historia hoy relanzada por Fou[54]cault a nivel del poder fragmentado e intersticial, con encuadra-miento de los cuerpos y ramificación de los controles. Foucault al menos hace economía del deseo y de la historia (sin negarlos, con lo prudente que es), pero todo se reduce aún a poder — sin que esta noción haya sido reducida y depurada — como en Deleuze a deseo, o en Lyotard a intensidad, nociones fragmentadas, pero milagrosamente intactas en su acepción corriente. Deseo e intensidad continúan siendo nociones/fuerza, el poder en Foucault continúa siendo, incluso pulverizado, una noción estructural, una noción polar, perfecta en su genealogía, inexplicable en su presencia, insuperable a pesar de una especie de denunciación latente, entera en cada uno de sus puntos o punteados microscópicos, y en el que no se [55] ve lo que podría tumbarlo (la misma incertidumbre en Deleuze, donde la reversión del deseo en su propia represión permanece inexplicable). No hay imposición del poder, simplemente no hay nada ni de un lado ni del otro (el paso de lo "molar" a lo "molecular", que aún es en Deleuze una revolución del deseo, es en Foucault una anamorfosis del poder) — por eso se le escapa a Foucault que el poder está en vías de morir, incluso el poder infinitesimal, que el poder no está solamente pulverizado, sino también pulverulento, que está minado por una reversión, trabajado por una reversibilidad y una muerte que no pueden aparecer en el solo proceso genealógico. En Foucault, se roza siempre la determinación política en última instancia. Una forma domina, que se difracta en los modelos carcela[56]rio, militar, manicomial, disciplinario, forma que no se enraiza ya en unas relaciones de producción cualesquiera (son éstas, al contrario, las que se modelan sobre ella), que parece encontrar su proceso en sí misma — y esto es un inmenso progreso sobre la ilusión de fundar el poder en una sustancia de producción o en una sustancia de deseo, Foucault desenmascara todas las ilusiones finales o causales en cuanto al poder, pero no nos dice nada en cuanto al simulacro del poder mismo. El poder es un principio irreversible de organización, que fabrica lo real, cada vez más realidad — cuadratura, nomenclatura, dictadura sin réplica, en ninguna parte se anula, ni se dobla sobre sí mismo ni se enreda con la muerte. En este sentido, incluso si carece de finalidad y de juicio último, se[57]convierte él mismo en principio final — es el último término, la trama irreductible, la última fábula que se cuenta, lo que estructura la ecuación indeterminada del mundo.
Es esa en Foucault la engañifa del poder, que es algo más que una trampa del discurso. Lo que él no ve es que el poder no está nunca presente, que su institución no es nunca, como la del espacio en perspectiva y "real" del Renacimiento, más que una simulación de perspectiva, que no hay más realidad que la de la acumulación económica — gigantesca engañifa la de la acumulación, acumulación del tiempo, del valor, del sujeto, etcétera, el axioma, el mito de una acumulación real o posible nos determina completamente y sin embargo sabemos que nunca se acumula nada, que los stocks [58] se devoran ellos mismos, como las megalópolis modernas, como las memorias sobrecargadas. Toda tentativa de acumulación está devastada de antemano por el vacío.8 Algo en nosotros desacumula a muerte, deshace, destruye, liquida, desarticula para permitirnos resistir a la presión de lo real, y vivir. Algo en el fondo de todo el sistema de producción resiste al infinito de la producción — sin eso estaríamos ya enterrados. Algo resiste también al poder — y aquí ninguna deferencia entre los que lo ejercen y los que lo sufren, esta distinción ya no tiene sentido, no porque los roles sean intercambiables, sino porque el poder es reversible en su forma, porque de [59] uno y otro lado algo resiste a su ejercicio unilateral, al infinito del poder, como en otra parte al infinito de la producción. Ese algo no es un "deseo", y es lo que hace que el poder se deshaga en la medida misma de su extensión lógica irreversible. Lo que hoy ocurre en todas partes.
En efecto, hay que reemprender todo el análisis del poder. Tenerlo o no, tomarlo o perderlo, encarnarlo o negarlo — si el poder fuera eso, ni siquiera sería necesario. Foucault nos dice otra cosa: el poder funciona, "no es ni una institución, ni una estructura, ni una fuerza — es el nombre que se da a una situación estratégica compleja en una sociedad dada" — ni central, ni unilateral, ni dominante, es distribucional, vectorial, opera por relés y transmisiones. Campo de fuerzas inmanente, ilimi[60]tado, no siempre se comprende con qué tropieza, con qué choca, puesto que es expansión, pura imantación. Ahora bien, si el poder fuera esta infiltración magnética al infinito del campo social, hace mucho tiempo que no encontraría resistencia alguna. Inversamente, si fuera la unilateralidad de una sumisión, como en la óptica tradicional, hace mucho tiempo que habría sido derrocado en todas partes. Se habría derrumbado bajo la presión de fuerzas antagónicas. Sin embargo, nunca ha sido así, salvo algunas excepciones "históricas". Para el pensamiento "materialista", esto no puede aparecer más que como eternamente insoluble: ¿por qué una masa "dominada" no derroca inmediatamente el poder? ¿Por qué el fascismo? Contra esta teoría unilateral (pero se comprende por qué [61]sobrevive, en particular en los "revolucionarios"; es que bien querrían el poder para ellos solos), contra esta visión ingenua, pero también contra la visión funcional de Foucault en términos de relés y transmisiones, hay que decir que el poder es algo que se intercambia. No en el sentido económico, sino en el sentido de que el poder se consuma según un ciclo reversible de seducción, de desafío y de astucia (ni eje, ni relé al infinito: ciclo). Y si el poder no puede intercambiarse en ese sentido, desaparece pura y simplemente. Hay que decir que el poder seduce, pero no en el sentido vulgar de un deseo cómplice de los dominados (lo que significa fundarlo en el deseo de los otros, y cuando menos tomar un poco a las personas por jilipollas) — no, él seduce por esa reversibilidad que lo habita, y [62] sobre la que se instala un ciclo simbólico mínimo. Ni dominantes ni dominados, ni víctima ni verdugo (mientras que "explotadores" y "explotados", sí, eso existe, de un lado y de otro, porque no hay reversibilidad en la producción, pero justamente por eso: nada esencial pasa a ese nivel). Nada de posiciones antagonistas: el poder se consuma según una seducción circular.
Nunca existe la unilateralidad de una relación de fuerzas, sobre la que se constituiría una "estructura" de poder, una "realidad" del poder y de su movimiento perpetuo, lineal y final en la visión tradicional, irradiante y en espiral en Foucault. Unilateral o segmentario: es el sueño del poder lo que la razón nos impone. Pero nada se pretende así, todo busca su propia muerte, comprendido el poder. O [63] más bien (pero es lo mismo), todo quiere intercambiarse, reversibilizarse, abolirse en un ciclo (por eso, en efecto, no hay represión, ni inconsciente, porque la reversibilidad está siempre presente). Eso sólo seduce profundamente, eso sólo es goce, mientras que el poder tan sólo satisface una cierta lógica hegemonica de la razón. Pero la seducción está en otra parte. La seducción es más fuerte que el poder, porque es un proceso reversible y mortal, mientras que el poder se pretende irreversible como el valor, acumulativo e inmortal como él — participa de todas las ilusiones de lo real y de la producción, se pretende del orden de lo real y cae así en lo imaginario y en la superstición de sí mismo (con la ayuda de las teorías que lo analizan, aunque sea para impugnarlo). La seduc[64] ción no es del orden de lo real. No es nunca del orden de la fuerza ni de la relación de fuerzas. Pero, precisamente por eso, es ella quien recubre todo el proceso real del poder, así como todo el orden real de la producción, de esa reversibilidad y desacumulación incesantes — sin las que ni siquiera habría poder, ni producción.
Es el vacío lo que hay detrás del poder, en el corazón mismo del poder, en el corazón de la producción, y el que les da hoy un último destello de realidad. Sin lo que los reversibiliza, los anula, los seduce, incluso no habrían tomado nunca fuerza de realidad.
Además, lo real no ha interesado nunca a nadie. Es por excelencia el lugar del desencantamiento, el lugar de un simulacro de acumulación contra la muerte. Nada pero. Lo que en ocasiones lo [65] vuelve fascinante, vuelve a la verdad fascinante, es el desastre imaginario que hay detrás. ¿Creéis que el poder, la economía, el sexo, todas esas grandes cosas reales, se hubiesen mantenido un solo instante sin la fascinación que las soporta, y que les viene justamente del espejo invertido en el que se reflejan, de su reversión continua, del goce sensible e inminente de su ruina?
Particularmente hoy, lo real no es más que esto: reserva de materia muerta, de cuerpos muertos, de lenguaje muerto. Aún hoy la evaluación del stock de realidad (no hablemos de la energía: la cantinela ecológica oculta que no es la energía material lo que desaparece del horizonte de la especie, sino la energía de lo real, la realidad de lo real, y toda la posible seriedad de una gestión, capi[66]talista o revolucionaria, de lo real), nos da seguridad: si el horizonte de la producción se ha desvanecido, el de la palabra, el de la sexualidad, el del deseo, pueden aún tomar el relevo. Siempre habrá que liberar, que gozar, que dar la palabra a los otros — eso es lo real, esa es la sustancia, ese es el stock en perspectiva. Así pues, poder.
Desgraciadamente, no. Es decir, no por mucho tiempo. Eso se devora poco a poco. Se ha hecho, se ha querido hacer del sexo, como del poder, una instancia irreversible, y del deseo una fuerza, una energía irreversible (un stock de energía, ¿es necesario decirlo?, el deseo nunca está lejos del capital). Porque sólo concedemos sentido, según nuestro imaginario, a lo que es irreversible: acumulación, progreso, crecimiento, pro[67]ducción, valor, poder, y hasta el mismo deseo, son procesos irreversibles (inyectad la mínima dosis de reversibilidad en nuestros dispositivos económicos, políticos, institucionales, sexuales, y todo se derrumba inmediatamente). Es eso lo que asegura hoy a la sexualidad esa autoridad mítica sobre los cuerpos y los corazones. Pero eso constituye también su fragilidad, como la de todo el edificio de la producción.
La seducción es más fuerte que la producción. Es más fuerte que la sexualidad, con la que no hay nunca que confundirla. No es un proceso interno a la sexualidad, a lo que generalmente se la rebaja. Es un proceso circular, reversible, de desafío, de puja y de muerte. Es lo sexual, por el contrario, lo que es su forma reducida, circuns[68]crita en términos energéticos de deseo.
La intricación del proceso de seducción en el proceso de producción y de poder, la irrupción de un mínimum de reversibilidad en todo proceso irreversible, que lo arruina y desmantela en secreto, y que al mismo tiempo asegura ese continuum mínimo de goce que lo atraviesa, sin el que no sería nada, he ahí, lo que hay que analizar. Sabiendo que siempre y en todas partes la producción trata de exterminar la seducción para implantarse sobre la sola economía de las relaciones de fuerza, que en todas partes el sexo, la producción del sexo, trata de exterminar la seducción para implantarse sobre la sola economía de las relaciones de deseo.[69]
"When Jesús aróse from the dead, he be-came a Zombie."
(Graffiti — WATTS, Los Angeles)
"El Mesías vendrá solamente cuando ya no será necesario. Vendrá solamente un día después de su advenimiento. No vendrá el día del Juicio Final, sino al día siguiente." KAFKA
Así, esperarán el Mesías, no solamente el día, sino todos los días siguientes, cuando en realidad ya estaba allí. O también: Dios estaba ya muerto mucho antes de saberse, así como años luz separan el mismo acontecimiento de una estrella a otra, años luz separan el advenimiento del acontecimiento.[71]
Así, siempre estarán retrasados con respecto a una Revolución. O más bien: esperarán día a día la Revolución, cuando, en realidad, ya se había realizado, y cuando se produzca es que ya no será necesaria, que no será más que el signo de lo que ha pasado.
¿Serían el Mesías y la Revolución tan irrisorios que siempre llegan con retraso, como una sombra proyectada, como un efecto de realidad, a posteriori, cuando en realidad las cosas no han tenido nunca necesidad del Mesías ni de la Revolución para ocurrir?
Pero entonces, la Revolución sólo significa esto: que ya ha ocurrido, que tiene sentido inmediatamente antes, un día antes, pero no ahora. Que cuando llega es para ocultar que ya no tiene sentido.
En efecto, la revolución ya ha [72] ocurrido. No la revolución burguesa, ni la comunista, la revolución a secas. Es decir, que un ciclo entero se acaba, y no se han dado cuenta. Juegan siempre a la revolución lineal, cuando en realidad ella ya se ha doblado sobre sí misma para producir su simulacro, como los ángeles de estuco, cuyas extremidades se juntan en un espejo curvo.
Todas las cosas se terminan en su simulación redoblada, y es el signo de que se acabó un ciclo. Cuando el efecto de realidad viene, como el inútil Mesías del pasado mañana, a redoblar inútilmente el curso de las cosas, es el signo de que un ciclo se acaba, en un juego de simulacros en el que todo se junta antes de morir, y cae entonces muy por detrás del horizonte de la verdad.
Inútil, pues, correr detrás del [73] poder, o discurrir sobre él al infinito, porque desde ahora también él forma parte del horizonte sagrado de las apariencias, también él solo está presente para ocultar que ya no existe, o más bien, que habiendo sido franqueada la línea de apogeo de lo político es la otra vertiente del ciclo la que comienza, la reversión del poder en su mismo simulacro.
Ya no se toma el poder ni se arranca el secreto. Porque el secreto del poder es el mismo que el del secreto: que no existe. En la otra vertiente del ciclo, la del declive de lo real, sólo la puesta en escena del secreto o del poder es operativa, pero eso es el signo de que la sustancia del poder, después de su expansión sin tregua durante varios siglos, está en vías de hacer implosión brutalmente, y de que la esfera del poder, de [74] estrella de primera magnitud, está en vías de reducirse a enana roja, después a agujero negro que absorbe toda la sustancia de lo real, todas las energías circundantes, transmutadas de golpe en un único signo puro, el de lo social, cuya densidad nos aplasta.
Ni instancia, ni estructura, ni sustancia, ni relación de fuerzas en efecto — el poder es un desafío. Del maniquí de poder de las sociedades primitivas, que habla para no decir nada, al poder actual, que sólo existe para conjurar la ausencia de poder, todo un ciclo ha sido recorrido, y es el de un doble desafío. El que el poder lanza a la sociedad entera. Y el que es lanzado contra los que de[75]tenían el poder. Esa es la historia secreta del poder, y la de su destrucción: la historia real del capital.
Todo el pensamiento crítico materialista es sólo una tentativa de parar el capital, de inmovilizarlo en el momento de su racionalidad económica y política. "Estadio del espejo" del capital, acunado por las sirenas de la dialéctica. A causa de eso, por supuesto, él inmoviliza también todo lo que resiste a ese estadio. Afortunadamente, el capital no se deja encerrar en ese modelo, lo supera en su movimiento irracional y deja, in situ, acurrucado sobre su dialéctica nostálgica y su idea ya perdida de la revolución, un pensamiento materialista que no fue, en el fondo, más que un momento bastante superficial de la teoría, y, sobre todo, un freno, una tenta[76]tiva de neutralizar en una sociabilidad bien comedida, en una transparencia social ideal, el enfrentamiento en profundidad, el desafío mortal a lo social mismo. Hoy, por fin, los extremos se enfrentan — una vez desaparecida la hipoteca conservadora del pensamiento crítico. Ya no solamente se enfrentan las fuerzas sociales (aunque domina un único modelo de socialización), sino que se enfrentan las formas y lo que está en juego es la muerte de lo social — forma del capital y forma del sacrificio, forma del valor y forma del desafío. Lo social mismo debe ser enfocado como modelo de simulación y forma a abatir — forma estratégica del valor, introducida salvajemente por el capital, idealizada después por el pensamiento crítico, y de la que aún no sabemos lo que desde siempre la [77] ha combatido y hoy irresistiblemente la destruye.
Este desafío fundamental, todos los poderes se las han ingeniado para camuflarlo como relación de fuerzas — dominante/dominado, explotador/explotado — drenando así todas las resistencias hacia una relación frontal (incluso desmultiplicada en micro-estrategias, es aún esta concepción la que domina en Foucault, simplemente el rompecabezas de la guerrilla ha sustituido al tablero de la guerra). Porque en términos de relaciones de fuerzas, siempre es el poder el que gana, incluso si cambia de manos en el transcurso de las revoluciones.
Pero es dudoso que alguien haya creído exorcisar el poder con la fuerza. Por el contrario, cada uno sabe profundamente que todo poder es para él un desafío perso[78]nal, y un desafío a muerte, al que sólo se puede responder con un contra-desafío que rompa la lógica del poder o, mejor, que la encierre en una lógica circular. Así es ese contra-desafío, no político, no dialéctico, no estratégico, pero de una fuerza incalculable a lo largo de la historia: desafiar a los que detentan el poder a que lo asuman hasta el límite, que no puede ser otro que el de la muerte de los dominados. Desafiar al poder a serlo: total, irreversible, sin escrúpulos, y de una violencia sin límites. Ningún poder ha osado ir hasta ahí (donde de todas formas él también se aniquilaría). Y es entonces, ante este desafío sin respuesta, cuando comienza a desintegrarse.
Hubo un tiempo en el que el poder aceptaba sacrificarse según las reglas de ese juego simbólico al [79] que no puede escapar. Un tiempo en el que el poder era la efímera y mortal cualidad de lo que debe ser sacrificado. Desde el momento en que ha tratado de escapar a esta regla, es decir, cesar de ser un poder simbólico para convertirse en un poder político y en una estrategia de dominación social, el desafío simbólico no ha cesado de asediarlo en su definición política, de deshacer la verdad de lo político. Hoy, bajo el empuje de ese desafío, es toda la sustancia de lo político la que se viene abajo. Hemos llegado a un punto en el que ya nadie asume el poder ni lo quiere, no por cierta debilidad histórica o de carácter, sino porque el secreto se ha perdido y nadie quiere aceptar el desafío. Tan cierto es, que basta con encerrar al poder en el poder para que muera. [80]
Contra esta "estrategia", que no es ninguna, el poder se ha defendido de todas las formas posibles (e incluso en esto consiste su ejercicio): democratizándose, liberalizándose, vulgarizándose, más recientemente descentrándose, desterritorializándose, etc. Pero mientras que las "relaciones de fuerza" se dejan fácilmente atrapar y desarmar por las astucias de lo político, el desafío inverso, en su inevitable simplicidad, no se acaba más que con el poder.
Siempre se razona en términos de estrategias y de relaciones de fuerzas, sólo se ve el esfuerzo desesperado de los oprimidos por escapar a la opresión o arrancar el poder. Nunca se mide la fantástica [81] fuerza del desafío, porque es incesante, invisible (aunque esta fuerza pueda desplegarse en actos de gran envergadura, pero esos son actos "sin objetivo, sin duración y sin porvenir")- Porque el desafío no tiene esperanza — pero la esperanza es un valor débil, la misma historia es un valor degradado en el tiempo, escindido entre el fin y los medios. Todas las bazas históricas son eludibles, negociables, dialécticas. El desafío es lo contrario del diálogo: crea un espacio no dialéctico, ineludible. No es ni un medio, ni un fin. Opone su propio espacio al espacio político. No conoce ni medio ni largo plazo, su único plazo es la inmediatez de la respuesta o de la muerte. Todo lo que es lineal, como la historia, tiene un fin, sólo el desafío carece de él, puesto que es indefinidamente reversible. Es esa reversibi[82]lidad la que le da su fuerza fabulosa.9
Nadie ha considerado seriamente esta otra cara no política del poder, la de su reversión simbólica. Sin embargo, es ese desafío inverso, esa indeterminación por el vacío, quien ha actuado siempre y, en definitiva, triunfado sobre la definición política del poder (cen[83]tral, legislativo, policial). Es aún ella la que actúa en la fase actual, en la que el poder ya sólo aparece como una especie de curvatura del espacio social, la suma de partículas dispersas, o la ramificación de azares "en racimo" (cualquier término venido de la microfísica o de la teoría de la información puede ser transferido hoy tanto al poder como al deseo) — fase del poder a lo Foucault, conductor, inductor y estratega de la palabra — pero la inversión operada por Foucault desde la centralidad represiva a la positividad móvil del poder no es más que una peripecia. Porque se continúa en el discurso de lo político — "no se sale jamás de él", dice Foucault — cuando de lo que se trata justamente es de comprender la indeterminación radical de lo político, su inexistencia y su simulación y lo que, partiendo de[84]ahí, devuelve al poder el espejo del vacío. Violencia simbólica más fuerte que cualquier violencia política: la historia real de la lucha de clases.
En la historia real de la lucha de clases, los únicos momentos fueron aquellos en los que la clase dominada se ha batido en base a la negación de sí misma "en tanto que tal", en base al sólo hecho de que no era nada. Marx había dicho claramente que debería abolir-se un día, pero esa aún era una perspectiva política. Cuando la clase, o una fracción de clase, prefiere actuar como radical no clase, como inexistencia de clase, es decir, jugarse su propia muerte de inmediato en la estructura explosiva del capital, cuando escoge hacer implosión súbitamente, en lugar de buscar la expansión política y la hegemonía de clase, eso[85]ha dado junio del 48, la Comuna o mayo del 68. Secreto del vacío, fuerza incalculable la de la implosión (contrariamente a nuestro imaginario de la explosión revolucionaria) — ver el barrio Latino la tarde del 3 de mayo.
El poder no siempre se ha considerado a sí mismo como el poder, y el secreto de los grandes políticos fue saber que el poder no existe. Que no es más que un espacio con una perspectiva de simulación, como lo fue el pictórico del Renacimiento, y que si el poder seduce es justamente (es lo que los realistas ingenuos de la política no comprenderán jamás) porque es simulacro, porque se metamorfosea en signos y se inventa sobre signos (por eso la parodia, la reversión de signos o su proliferación, puede afectarle más profundamente que cualquier rela[86]ción de fuerzas). Este secreto de la inexistencia del poder, que fue el de los grandes políticos, es también el de los grandes banqueros, a saber, que el dinero no es nada, que no existe; como a su vez fue el de los grandes teólogos e inquisidores saber que Dios no existe, que está muerto. Esto les da una superioridad fabulosa. Cuando el poder comprende este secreto y se lanza su propio desafío, entonces es verdaderamente soberano. Cuando cesa de hacerlo y pretende encontrarse una verdad, una sustancia, una representación (en la voluntad del pueblo, etc.), entonces pierde su soberanidad, y son los otros quienes le devuelven el desafío de su propia muerte, hasta que muera en efecto de esa pretensión, de ese imaginario, de esa superstición de sí mismo como sustancia, de ese desconocimiento [87] de sí como vacío, como reversible en la muerte. Antaño, se mataba a los jefes cuando perdían ese secreto.
Cuando tanto se habla del poder es que ya no existe en ningún sitio. Igual sucede con Dios: la fase en la que estaba en todas partes ha precedido en poco a aquella en la que estaba muerto. Sin duda, incluso la muerte de Dios ha precedido a la fase en la que estuvo en todas partes. Igual sucede con el poder: porque es un difunto, un fantasma y un fantoche — ese es también el sentido de la palabra de Kafka: el Mesías de pasado mañana es tan sólo un Dios resucitado entre los muertos, un zombie — es por lo que se [88] habla de él tanto y tan bien: la fineza y lo microscópico del análisis son ellos mismos un efecto de nostalgia. Es entonces cuando en todas partes se ve al poder emparejado con la seducción — es casi una obligación de nuestros días — a fin de darle una segunda existencia. La sangre fresca del poder le viene del deseo y él mismo ya no es más que una especie de efecto del deseo en los confines de lo social, una especie de efecto de estrategia en los confines de la historia. Es aquí donde actúan también "los" poderes de Foucault: insertados en la intimidad de los cuerpos, en el trazado de los discursos, en la abertura de los gestos — estrategia más insinuante, más sutil, más discursiva, que aleja también el poder de la historia y lo acerca a la seducción.[89]
Fascinación universal por el poder, en su ejercicio y en su teoría, fascinación que, si es tan intensa es porque corresponde a un poder muerto, caracterizado por un efecto de resurrección simultánea, de manera obscena y paródica, de todas las formas de poder ya vistas — exactamente como el sexo en la porno. La muerte inminente de todos los grandes sistemas de referencia (religioso, sexual, político, etc.) se traduce en una exacervación de las formas de violencia y de representación que los caracterizaban. Ninguna duda acerca de que el fascismo, por ejemplo, no sea la primera forma obscena y porno de "revival" desesperado del poder político. Reactivación violenta de un poder que desespera de sus fundamentos racionales (la forma representativa que se ha vaciado[90]de su sentido en el transcurso de los siglos XIX y XX), reactivación violenta de lo social en una sociedad que desespera de su propio fundamento racional y contractual — el fascismo es, sin embargo, el único poder moderno fascinante, porque es el único, después del maquiavélico, que se asume en tanto que tal, en tanto que desafío, burlándose de toda verdad de lo político, el único en haber aceptado el desafío de tener que asumir el poder hasta la muerte (la suya y la de los otros). Es además porque ha aceptado ese desafío por lo que se ha beneficiado de ese consentimiento estraño, de esa ausencia de resistencia al poder. ¿Por qué todas las resistencias simbólicas se han venido abajo ante el fascismo — hecho único en la historia? Ninguna mistificación ideológica, ninguna re[91]presión sexual a la Reich puede explicar esto. Sólo el desafío puede provocar una tal pasión de responder, un asentimiento tan insensato en la respuesta, y anular así todas las resistencias. Por otra parte, lo que continúa siendo un misterio es esto: ¿por qué se responde a un desafío? ¿Qué es lo que hace que se acepte el jugar mejor: que uno se sienta obligado apasionadamente a responder a una exhortación tan arbitraria?
Así, el poder fascista es el único que ha sabido volver a jugar con el prestigio ritual de la muerte, pero (y esto es lo más importante aquí) ya de manera póstuma y trucada, proliferante y de puesta en escena, de una forma, como bien lo ha visto Benjamín, estética — y no ya verdaderamente sacrificatoria. Su [92] política es una estética de la muerte, una estética ya retro, y todo lo que es retro desde entonces no puede menos que inspirarse en el fascismo como obscenidad y violencia ya nostálgicas, en un escenario de poder y de muerte ya reactivo, ya superado en el momento mismo en que aparece en la historia. Eterno desfase en la aparición del Mesías, como dice Kafka, Eterna simulación interna del poder, que nunca es ya más que el signo de lo que era.
La misma nostalgia y la misma simulación retro cuando se trata hoy de "micro" fascismos y de "micro" poderes. El operador "micro" no hace más que desmultiplicar sin resolver lo que ha podido ser el fascismo, y hacer de un escenario extremadamente complejo de simulación y de muerte, un "significante flotante" sim[93]plificado, "cuya función esencial es la denuncia" (Foucault). La invocación también, porque la evocación del fascismo (como la del poder) incluso bajo la forma micro, es aún la invocación nostálgica de lo político, de una verdad de lo político, que al mismo tiempo permite salvar la hipótesis del deseo, del que siempre se puede decir que el poder o el fascismo no son más que un accidente paranoico.
De todas formas, el poder es una engañifa, la verdad es una engañifa. Todo está en la elipsis fulgurante en la que un ciclo entero de acumulación, de poder, o de verdad se acaba. Ni inversión, ni subversión: el ciclo debe [94]ser consumado. Y puede serlo instantáneamente. La muerte es lo que está en juego en esa elipsis.[95]